Es un gato negro y viejo, no se confunda, por favor, con un perro viejo, repito es un gato, negro y viejo. Más listo que un perro, quizás por ello más solo que él. Los gatos es lo que tienen, su inteligencia y recelo le vetan la compañía, y es que no sabe confiar por ser gato, por ser viejo y negro, y claro, por no ser perro. No quiero decir con esto que un perro viejo no pueda ser listo, pero al ser más querido dada su naturaleza, servil y dependiente, es más aceptado y por tanto querido lo que, probablemente, le da la seguridad para aceptar no abrazar la soledad.
Todas las mañanas viene a mi ventana el gato viejo y negro, con sus preciosos ojos verdes a juego con las cicatrices brillantes que como condecoraciones, surcan su cuerpo, cicatrices del tiempo, cicatrices que no han sabido esquivar ni su inteligencia, ni su desconfianza. A pesar de ello admite, dócilmente, el cuenco de agua fresca que todas las mañanas le oferto y mientras su rasposa lengua va dando cuenta de su contenido y va saciando su sed, no deja de taladrarme con esos preciosos ojos verdes. Esos preciosos ojos verdes que contienen una vida, que contienen, el miedo, la muerte, la soledad, que contienen el conocimiento universal.
En el fondo de ellos me reconozco, ambos sabemos que tenemos mucho en común, estamos igualmente cubiertos de cicatrices, estamos igualmente viejos y oscuros, y ambos, lo comprendemos, sabemos que solo podemos tolerarnos, sabemos que no podemos disfrutar de una factible amistad. Pero ambos sabemos que muchos días el volverá y yo el agua le volveré a ofertar.
Fumo mi pipa, bebo mi café y él se yergue y me mira, ¿sonríe, está agradecido? No, un gato nunca está agradecido y nunca sonríe, aunque si existiera la posibilidad de que el viejo gato negro esbozara una sonrisa, seguro que alguien, amable, cariñoso y bien intencionado, pensaría: ¡que guapo está!
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