Su itinerario era casi siempre el mismo. De las Barranquillas a Lavapiés y viceversa, marinero de “cunda” siempre al borde del naufragio, en un ir y venir de llenar y vaciar sus venas. Venas traspasadas por estiletes infectados de barro, de virus, con la única comunión del agua de los charcos del camino, donde dejaba gotas de su sangre, dando un color rojo a sus aguas estancadas.
Agua no solo para limpiar sus residuos, también para mediar la cuchara, donde calentar lo único ardiente que entraba en su cuerpo a través de su piel y su sangre.
Su ir y venir solo se trastocaba con pequeños paréntesis en los que recaudar la fuente de su polvo. Ya sea a punta de navaja, con un palo o solo con su mirada perdida, tan perdida que llevaba a quien no quería perder su vida a vaciar sus bolsillos en sus manos arañadas, de dedos tan gordos y deformes como su entorno.
En su recaudación, un día, como otros, con el mismo aire, con el mismo sol, con el mismo mono, su mirada se perdió en la suya. Era joven y atractiva, bella sin abusar, como es la autentica belleza, implícita sin escandalizar. Sus ojos la desearon, sus venas la marcaron, ella o su dinero, su corazón le azotaba pero las venas se impusieron. Su mano derecha asió con fuerza el “bardeo”. Ella ajena a todo, enfrentada con el cajero, no se percató de nada y no pudo evitar un respingo al sentir el hierro en sus costillas. El hierro no era el suyo, un compañero de charco, de aguja, de venas y de muerte por llegar, se le había adelantado y a la bella intentaba atracar. Pensó mirar para otro lado, pensó en irse y olvidarse de ella, de sus ojos, al fin o al cabo, el otro, había sido el primero en llegar. Pero el compañero de venas y futuro velado no pudo imponerse a su corazón dormido que despertó de su insomnio desvelándose con la mirada de terror de ella, y deseo investigar aquella mirada, perderse en ella, morir por ella. Se abalanzó sobre el otro y con su navaja rasgo la suya, ella cayó al suelo y solo pudo descubrir aquella mirada de amor, que según se encendía, vio como se apagaba, como si el hierro que por su cuello entraba fuera un interruptor que acabara con su ardor.
El otro huyó, el cayó, sobre un charco de sangre. Ella levantó su cabeza y se enredo en su cabello, viendo como la luz de sus ojos se iba a medida que la mancha roja se extendía por su falda blanca, como en el charco, como en la cuchara, como en la jeringa que marca la distancia entre el, ella y aquel amor, que sin nacer, allí murió.