En ocasiones, los recuerdos de infancia son inventados, como casi todos los recuerdos, no quiere decir que sean inciertos, quiere decir que los recordamos como nuestra mente quiere recordarlos, no por ello son menos vividos y por tanto más ciertos, aunque inciertos. No obstante nos moldean y nos hacen que seamos como somos, si hemos de ser, es decir, seres pensantes, seres sintientes.
Recuerdo, hecho o mentira, que tuve una vez un gorrión entre las manos, recién nacido, caído de un nido, aún demasiado pequeño para sobrevivir sin su madre, y recuerdo, o no, que lo cogí con sumo cuidado entre mis pequeñas manos, todo mi interés era darle calor, que se sintiera seguro, que se sintiera querido, pero a medida que me excitaba la idea de ser responsable del bienestar del pequeño animal, más le iban apretando mis manos, y más le besaba y más le respiraba. Me gustaba su olor a recién nacido, porque no decirlo, me excitaba su inseguridad, me excitaba mi nueva responsabilidad, me excitaba ser dueño y responsable de algo. Pero a la par mis manos le iban apretando más y más en la búsqueda de esa propiedad que en la excitación creciente me inundaba.
Resultado lo asfixié, el pobre dejo de respirar, mis manos lo habían comprimido tanto, traducción de mi cariño, que le privé de la respiración.
Hace tiempo comprendí rayando la cincuentena que debería haberle dejado volar y si no estaba capacitado, aún para ello, haberle acompañado en sus primeros pasos, dejándole poco a poco que se acostumbrará a su nueva situación, y cuando hubiera echado a volar lo hubiera visto surcar el cielo, seguro que hubiera vuelvo para posarse en mi hombro, yo hubiera sido su primera referencia de cariño y seguridad y siempre volvería a mi. Y aunque este no fuera el caso y volara y no lo volviera a ver nunca más, me hubiera sido igual de placentero haber sido el primero que le enseñara a volar.
Seguiría vivo, que es lo importante en realidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario