Otro día más sale el sol y como siempre es imposible mirarle a la cara, rápidamente ciega tus ojos como un mar de lágrimas, que aunque pugnan por salir no lo consiguen, casi nunca.
Es como la pena, esa pena que cantan los flamencos y que nunca he conseguido entender; aunque mediterráneo la pena para mi no es de gritos, mesar mis cabellos y cubrirlos de ceniza, la pena es como una llaga, con bordes, que te nace dentro del pecho y aunque en algunas ocasiones, las menos, no sabes su origen, las más, son de padre conocido. Pero no conlleva gritos de dolor y desesperación, conlleva únicamente amargura, pero una amargura tan profunda que un mero espectador de la misma no será capaz de percibir ni un leve sabor de la misma.
La pena es el cambio, somos animales de costumbres. Así, nace cuando se nos muere alguien querido, o perdemos algo que hemos querido, es como el hueco que nos deja en las entrañas, en las que en ocasiones no pensábamos que estaba tan alojado; como ese tumor, permítaseme la comparación, que en una metástasis sentimental te ha invadido y ninguna prueba diagnóstica ha podido hallar, hasta que se manifiesta.
Pero como digo es cambio. Contaba a unas amigas el otro día, y sobre un relato, que desgraciadamente no es mío, como el cambio se solapa con la pena y su único antídoto es la sonrisa. Contrasentido ¿verdad?, no tanto, al dolor solo se le combate con la alegría o al menos con el esbozo de la misma, que no es otra cosa que la sonrisa.
Así cuenta la historia, a la que me he permitido modificar, que una cosa es recoger y otra es copiar: Que un viejo enterrador, en una lejana ciudad, de un muy muy lejano país, enseñaba a su discípulo los rudimentos del oficio, esto es: elegir el terreno adecuado para cada difunto, reflejo de su paso por este mundo.
Así los pobres debía alojarlos en alto, que siempre habían estado pisoteados; los ricos en valles, para que las aguas arrastraran todas las malas acciones que los habían encumbrado. A los enamorados en las laderas para que su amor rodara pendiente abajo, en la ilusión de volver a encontrar el sentimiento perdido. Pero a todos ellos, a todos ellos, antes de enterrarlos, debía abrir su caja y colocarles una gran sonrisa en la cara, aunque fuera forzando sus músculos, en muchos casos no acostumbrados a sonreír.
Ni que decir tiene que el joven, como todos los jóvenes, por muy muy lejano que fuera el país, este oficio no le agradaba lo más mínimo, pero era el único que había encontrado y no se podía negar, ya que su maestro era todo amor para él y merecía su jubilación después de más de 60 años enterrando.
Y el día siguiente llegó y el joven encontró un féretro colocado ya en las alturas, algo que le extraño, ya que el encargado de ubicar al finado era cosa suya, no obstante pensó, que así se había ahorrado tener que subirlo. Después de ascender hasta él y abrir su tapa, no pudo menos que sobresaltarse ¡el cuerpo era el de su maestro! que yacía dentro con sus mejores galas y en actitud reposada, y también le había ahorrado el segundo trabajo, lucia una sonrisa espectacular de oreja a oreja,…………….. la sonrisa del cambio.
Como movida por el viento esa sonrisa llegó hasta los labios del joven y ya no volvió a desprenderse nunca más.
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