Augurios, eran las señales que al parecer de las civilizaciones antiguas regían nuestras vidas y por tanto marcaban nuestro destino. Todo gobernante que se preciase tenia un augur, adivino o chamán a su servicio para interpretar todos y cada uno de los presagios que se presentasen, ya fuese el vuelo de un águila, un viento repentino, una inexplicable alteración del entorno e incluso se aventuraban a buscar en las entrañas de los animales malformaciones o indicios susceptibles de interpretarse como una señal, que permitiera conocer el futuro o la manera de evitarlo.
Hoy en día la ciencia se ha impuesto y la magia a pasado a un segundo plano, y de augur se ha pasado a agorero, que no es comparable etimológicamente, ya que uno daba una interpretación de algo inexplicable y el otro aprovechaba, la plaza pública, (ágora en griego), para lanzar soflamas incendiarias contra el adversario de turno.
Los agoreros inundan nuestras radios “libres”, por llamarlas de alguna manera, dando consejos y recetas para arreglar los asuntos que hoy nos acucian, y que no son más que opiniones interesadas para conseguir unos fines espurios.
¿A que viene todo esto?, cualquier augur que se precie, ayer se hubiera agarrado la túnica, si esta fuese una prenda de uso normal, y hubiera sentido como la circulación de sus dedos desaparecía al estrujar la tela; al ver como ayer cayó el banderín que los nacionalistas españoles plantaron en la plaza de Colón, en una palabra se desplomó; ¿quién se lo iba a decir a Bono el día que lo colocó?
Al parecer una ráfaga de viento arranco la cuerda y dio con el trapo en el suelo. ¿Sería el mismo viento, la misma ráfaga, la que terminó con el Borbón en el suelo destrozándose las narices, (apéndice sobresaliente de la estructura de su estirpe), contra el suelo?
Y que conste que falta el consejo de ministros de hoy. No quiero ser “agorero”, ni Augur, pero la cosa no pinta bien, y no hay que ser adivino para verlo.
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