La madera está podrida, y el mar en un inverso drenaje sutil va filtrándose, poco a poco y encharcando el fondo de la patera, donde madres negras, de raza, de sudor, de miedo, de dolor y de muerte, recogen, con prontitud, sus escasas pertenencias y las de sus hijos, pequeños embriones de fugados de un mundo injusto y subterráneo. Del que no tendrían que haber salido nunca, ellos no lo saben pero ya deberían estar enterrados, aunque siguen vivos.
¿Vivos? Están muertos y ellos lo saben.
Mientras los más fuertes obligan a los más débiles a dejar los sitios más elevados, creen que estar más cerca del cielo, más cerca de su dios, les salvará en esta vida. ¿Vida?
No, a esto no se le puede llamar vida.
Mientras el capitán, llámale marinero al mando o mandado del dueño de las tablas, que no se puede hablar de barca, intenta dirigir al grupo hacia la costa.
Pero el mar como en una selección natural, el más fuerte vive, el más débil muere, agota todas sus posibilidades.
Un grupo de los más fuertes decide hacer fuego en cubierta, para ser vistos, ¿vistos por quien?, han pasado dos barcos o quizás tres, podían haber pasado un millar, y han seguido de largo, nadie quiere quinientos negros en su barco, nadie quiere pobres, nadie quiere indigentes, ¡nadie!
La sinrazón se extiende, los fuertes se imponen, el fuego ya reina en cubierta, quemando tripulantes y el fondo de la lancha, a la que hay que nombrar de alguna manera.
Y llega el fin irremediable, los débiles caen al mar los primeros, seguramente empujados por los más fuertes, caen mujeres negras y niños negros y se hunden mientras bracean intentando asirse a un pedazo de vida. Quizás los de arriba, incluso, les hunden con los remos para quitar lastre al transporte, que no se ya como llamarle.
Ven como se hunden con los brazos extendidos y los ojos desorbitados, mientras que lo último que escuchan es el llorar de sus hijos, de sus hermanos menores, nada importa, solo la supervivencia.
Solo quedan poco más de cien, eran quinientos, el resto comida de peces, una mujer llora en el puerto mientras van desembarcando, ¿Por qué llora? ¡Más agua no por favor!, no debe llorar, debe matar a todos los responsables de esta matanza endógena y exógena, en una purificación que ejemplifique la degeneración a la que hemos llegado.
Mientras “el de blanco”, como siempre, clama vergüenza, ¡saco de harina!, que grita en la distancia pero no acude a abofetear a los responsables, él solo es un ungido.
Ungido por un Dios que aunque fue capaz de andar sobre las aguas, al parecer, no quiere que nadie más lo haga. ¿Tendrá burbuja inmobiliaria en el cielo y quiere ocupar pisos, a costa de cada vez más muertos?
A saber, los caminos del señor son insondables, y a la vez insalvables, para ellos que han muerto y para mí, que no los entiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario