Y se impuso, lo que parecía lógico a priori, la manutención, pronto me quedé sin barras energéticas, que era lo que inundaba los bolsillos de los muertos arrojados y las neveras del exiguo aparato. Por lo tanto seleccioné a mis últimos acompañantes muertos y me quedé con una niña y un niño, que habían muerto de traumatismo craneoencefálico, es decir, la carne más fresca de la que pude disponer.
Ya sé que en principio parece un poco salvaje, pero a todos aquellos que lo piensen les invitaría a que miraran por mi atalaya y observaran lo que pasaba abajo, donde yo, había ido depositando a los muertos, de los días sucesivos y a los resultantes del accidente, con escasa aportación nutreíca, solo quedaban huesos y ojos amarillos que miraban hacia el fuselaje, en el que yo estaba enterrado, como si de un dios se tratase y les fuera a seguir proveyendo de alimento eternamente. Y lo que es peor cada vez había más y se conformaban menos con los restos pegados a los huesos.
Pues bien os ahorraré explicaciones, aunque por otra parte seguramente nunca llegarían a vosotros, y me dediqué en alma y espíritu a hacer comestible mi nueva despensa, no os hablaré de sabores, ni de texturas, que el asco en un sillón sentado surge con excesiva rapidez, en mi butaca, ni una arcada, solo masticar concienzudamente para no dejar excesivo trabajo a mi estomago, y para beber poca agua: de rocío, de deposito de avión y la sangre diluida de los susodichos.
Fui cobrando fuerzas y calibrando más fríamente la situación, aunque conociéndome, bastante fríamente la estaba soslayando, pero ya paseaba por el fuselaje sin que oscilaran los restos del aparato, para hacer ejercicio y acopio de útiles. ¿Cuántas jilipoyeces lleva la gente en un avión? Pero a todas tarde o temprano se les podría encontrar una utilidad; hasta el consolador, de una señora sesentona, que fue la primera en morir por las heridas, servia para diluir la sangre ya coagulada y de mortero para el tuétano de los huesos, esperemos que le duren las pilas………………….
CONTINUARA……………………………….
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