Nunca pensé visitar el Amazonas, pero hete me aquí en el avión, que sobrevolando mares y continentes iba a dar con mis reales en la Amazonia; llevaba de todo, al menos eso pensaba yo, antimosquitos, mosquitera, llevaba tomando varios días los antimaláricos, que me tenían el estomago destrozado, lociones y aparatos de ultrasonidos varios, vamos como un explorador del siglo XXI, al menos eso pensé yo.
Aterrizamos en Río y de ahí embarcamos, en un mísero avión que nos depositaria en la Amazonia central, yo pensé al montar, que más que depositar, ese avión estaba en disposición a lo más de arrojarnos y ese fue el caso……………..
Dos horas después fuimos arrojados contra un tapíz de árboles inmensos y enredaderas como maromas que, si bien amortiguaron nuestra caída, nos dejaron colgados a más de 20 metros del suelo, la naturaleza nos había salvado pero nos mantenía en cuarentena, como melones de cuelga, supongo que con el fin de valorar la idoneidad de depositarnos en su seno.
Pasaron los días y observé como uno tras otro, fruto de las heridas, fruto de la resistencia y fruto de intentar descolgarse del avión, fueron muriendo mis acompañantes, todos, unos detrás de otros, y me quedé solo y abandonado a la suerte de los deimones y espíritus de la tupida y sonora selva, que con el intervalo del choque, en el que no se oyó ni un gorgojeo, a las horas escasas el tráfago de animales continuo, como si ya formásemos parte del paisaje.
Desde mi ventanilla puede observar como jaguares, y otras alimañas, dieron cuenta tanto de los caídos en acto de servicio, es decir, de los que intentaron descolgarse del árbol, convirtiéndose en pulpa de excreciones biológicas, como de los que yo fui lanzando, una vez óbitos, por el entreabierto fuselaje, en el pensamiento de que mientras se entretuvieran en los muertos dejarían en paz a los vivos, es decir, yo.
CONTINUARÁ………………………………….
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