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miércoles, 15 de febrero de 2012

VIAJES 1 EEUU

¿Cómo describir sin hacer juicios de valor? ¿Cómo ser objetivo, cuando esto es cometido del objeto, siendo subjetivo, siempre, el sujeto?

No se pretende hacer un diario de viaje, ni siquiera un relato del viaje, es una suma de impresiones de los lugares por donde, lo proyectado o improvisado ha guiado nuestros pasos, dando nota de lo que normalmente nunca aparece en guías ya que su cometido es otro. El nuestro analizar, sacar consecuencias en el intento de mejorar nuestras percepciones del mundo que nos rodea y por ende intentar mejorar el entorno en el que, día tras día, deambulamos, nuestro cometido, como seres pensantes, es cruzar fronteras, tanto exteriores, como es el caso, como interiores resultado de las exteriores que nos atraviesan. Por último en estas consideraciones preliminares pedir disculpas por las trascripciones de palabras inglesas, que atienden más a la  fonética que a la gramática, pero que espero todos entiendan.


CHICAGO:

Ya se sabe como son las musas, vienen y van según les orienta el  viento que infla sus velas, y nosotros,  como  meros instrumentos de ellas, en este caso,  los viajeros que intentan imprimir crónica con sus velas, perdón  con sus plumas, de todo lo que les rodea.

Son en torno a las 10 p.m., que dicen por aquí, es decir de noche, pero en realidad para nosotros son las 5 de la mañana, es decir, a.m., y con el ojo cansado, el dedo tembloroso y un teclado infernal,  estamos en el intento  de empezar estos, llamemos,  apuntes americanos. Con el labio ahíto de cigarrillo,  prohibido en todo lo largo y ancho de esta llamada ciudad  Chicago, urbe considerada muy importante, en este,  según dicen,  imperio que gobierna el mundo.

Según pones pie en tierra, Chicago deja de ser escenario de nuestra infancia, de películas de gansters, de ley seca, de ametrallamientos sangrientos, de días de los santos inocentes, de  calles  regadas de sangre emigrante para hacerse con el poder de los bajos fondos, de esta urbe  del crimen y de la corrupción, para pasar a convertir en primer lugar,  en un suburbio en sus afueras, confundible con un polígono industrial de Leganés, por mor de un aeropuerto de país del tercer mundo, donde tienes que dejar marcada tu patita en máquinas pensadas, más para un película futurista de serie B, que concordantes con el país puntero que representan, donde las colas recuerdan a Marrakech, sin la solemnidad de antaño de esta.

Entrar en la ciudad es como recorrer una M-30 inacabada, de un mundo que soñaran “Gallardones” donde los atascos son interminables y los pocos kilómetros se convierten en distancias infranqueables, de recorridos suburbiales que nos terminan vertiendo, ya que no nos llevan,  en un centro, aun sin ser al momento plenamente explorado, dónde se dibuja un retablo de niños gordos y ricos que sobre una ciudad,   quizás en otro tiempo  humana, dentro de sus desgarros étnicos y mafiosos, hoy se ha convertido en un juego de edificios descomunales, que tan pronto eclipsan una pequeña capilla, que aquí llaman catedral, cada uno llama a las cosas por el nombre que le parece, pero la realidad solo es una. Como decíamos que eclipsan una pequeña capilla de estilo normando, vaya usted a saber porque, el estilo normando me refiero, dando paso a un edificio de 70 plantas, para luego estar todo salpicado, en lo que llaman milla de oro, supongo por el dinero que genera o por el precio del metro cuadrado,  por cafés de esos que intentan imponerse en el mundo y que hasta en la ciudad prohibida de Pekín se intentaron instalar, donde su emblema es la prohibición de fumar, algo que por otra parte no choca aquí en ningún sitio, si fumas en este “gran urbe” se te considera un apestado y puedes ser castigado con multas estratosferitas, ver para creer. No obstante con el paso de los días estos cafés serán el único lugar donde poder tomar en las primeras horas del alba, favoritas para pasear en soledad y meditar sobre todo lo que nos rodea, un café aceptable, otra vez ver para creer.

Cualquiera que nos lea pensaría que estamos más en un tercer mundo con normas de país desarrollado (¿?), si entendemos por desarrollo las prohibiciones a todas luces estúpidas.

Afortunadamente no todo es como parece, aunque se parece mucho. Chicago es bastante inexpresivo, como su gente, salvo por la noche, cuando se sueltan la melena y bailan ritmos caribeños que en nada cuadran con su tez descolorida, próxima al amarillo, resultado de pasarse largas jornadas, en sus largos edificios, que no altos. Largos en horas de permanencia, largos en ascensores lunáticos por pasaje y destino. Como muestra el edificio Sears, únicamente 130 pisos, más menos, amenizados por imágenes en plasma de  un loro animado,  que va haciendo las delicias, con su voz aflautada,  de todos los púberes, únicos acompañantes en tan poca sugerente excursión, es mejor mirar a lo lejos que mirar desde lo alto, pero ellos,  y yo en ocasiones,  no lo percibimos claramente.

Chicago carece de personalidad por basarla en largos edificios de cristal, acero y cemento, intentamos buscarla pero es inexistente. A partir de ahora el plural de expedicionarios, se tornara por el singular del escribidor, ya que nuestras conclusiones y visiones difieren en lo relatado. Así pues intentamos buscar su personalidad, recorriendo el barrio chino, solo un catalogo de restaurantes especializados, ¿en qué va a ser?, en lo suyo.

La pequeña Italia, corrió la misma suerte, un poco más evocadora de las escaleras en las que tantas veces hemos visto a Robert Deniro sentando en el portal de  Al Pacino, viendo pasar su juventud hasta decidir su futuro con la extorsión y el crimen.

Sacando partido a eso que llaman jet lang, me despierto a las 4 a.m.,  con lo cual recorro en soledad las calles del centro, como en la película de Amenabar, hasta las 5,30 a.m.,  hora en que abren los Starbucks y puedes tomar un café, no tan malo como se suele decir y comer un bollito.

Entonces la ciudad tiene otro carácter, los largos edificios casi todos tuertos de luces, salvo alguna en proceso de limpieza interior, muestran la debilidad de los mismos, son cíclopes que no  tienen carácter hasta no haber desayunado sus mesnadas de asalariados, que todavía no inundan las calles. Entonces Chicago es humano, por su falta de humanidad, pasear por el río solo  turbado por el griterío de las gaviotas provenientes del lago Michigan, donde el sol como una bola de un millón de euros se eleva, como todo lo que tiene alrededor, a lo grande con  soltura, con un amarillo rojizo nunca  visto, avisando así a los cíclopes que bostezan perezosos, “vosotros sois largos y poderosos, yo soy eterno”.

Todas las ciudades guardan en su interior, aunque salgan de un pantano como esta, un tanto de eternidad, la eternidad que le proporciona nuestra presencia, como alimento de cíclopes y de ilusiones y la personalidad del extranjero que aun prefiriendo mirar de frente a un sol enorme, naciendo, no olvida a los cíclopes,  que dentro de nada le cubrirán de sombras.

Los días de Chicago, son un ir y venir de empleados que nutren y vacían edificios, de turistas que compran regalos, visitan museos o deambulan con sus coches, todo bajo tonos grises que a poco de nacer el día cubren la ciudad dándole un aspecto de atardecer forzado. De grandes almacenes, de enormes calles, pasos elevados, lugares de avituallamiento, que no comida, donde por poco más de seis dólares, cubren tu plato de calorías y grasas que aunque asquean al principio a estómagos venidos de otros lares, terminan enganchando, por su estructura de comida premio, comida de niños,  que halaga el paladar, pero embrolla el organismo, confundiendo hombros con cintura, y brazos con piernas, llegando a convertir a los nativos del lugar en grandes cilindros engordados por el centro, que hacen su deambular más errante que caminante.

Las calles se llenan de diferentes y diferenciadas etnias, donde reina el blanco como acaparador del rumbo de la urbe, salpicado con latinos que sirven en los diferentes comercios y restaurantes, por llamarlos de alguna manera, a la etnia dominante. Todo acompañado de una presencia negra,  repartida entre los adaptados al régimen urbano, y los inadaptados que sentados en las bocas de metro, en los bancos de un parque o a la entrada de centros comerciales piden con vasos de cartón un cuarto de dólar para juntar los suficientes para perecer un día más. No obstante Chicago, según me relatará posteriormente, un taxista marroquí, satisfecho por ello, no acoge a una gran cantidad de sin techo, algo que podré comprobar más tarde a lo largo del viaje. Su ayuntamiento ha exportado a estos a otros estados, es el caso de California, donde el clima más benigno que el de esta fría ciudad y una política más permisiva, ha hecho que estos se dirijan sin oponer resistencia, pero no adelantemos acontecimientos, ya llegaremos a esos lares y comprobaremos lo cierto de la afirmación del asimilado taxista marroquí.

Las noches de Chicago, son noches de adolescentes, donde en lugar de jóvenes adultos, permítaseme encuadrar así al grupo que formamos,  comprendido entre los treinta y tantos y los cuarenta y muchos, somos ancianos o padres de las mesnadas que recorren las calles. Los “jóvenes adultos” como nosotros cenan normalmente entre las seis y media y las ocho, retirándose, supongo a sus casas ya que a partir de esa hora ya no se les ve el pelo. En su lugar grandes grupos, más en fin de semana, de infantes que no superan en ningún caso los veintitantos recorren las calles y los locales de moda, cogiéndose unos pedos monumentales, con unas vestimentas, es el caso de ellas que recuerdan mas a meretrices que a niñas recién salidas del cascaron. Es como si nos encontráramos en un sociedad donde la procacidad reina, pero excluyendo la sexualidad, así los locales como las famosas cadenas: El Coyote o los Houter, donde las camareras hacen las delicias de los clientes y clientas meneando sus cuerpos adolescentes, apenas cubiertos de ropa,  al ritmo de las canciones americanas de hoy  y de siempre, mientras ávidas hacen lo posible por rellenar las copas a mayor velocidad de las que puedes bebértelas, utilizando todos los medios a su alcance y mostrando todo lo mostrable,  pero ojo sin tocar, todo a ritmo adolescente de lolitas en busca de negocio y propina,  que anuncian, a no ser que alguien lo remedie,  un futuro inciertamente cierto para sus carreras futuras. Miradas furtivas, roces de cuerpos, pero sin llegar a nada más, no se logra ver un beso de pasión, un abrazo de melancolía, unos ojos ávidos de cariño, todo a la contra, griterío, escándalo, y de vuelta a casa parada en un McDonald para soslayar el alcohol bebido poniendo a flotar sobre él una ración de patatas quemadas,  acompañadas de un pegote de carne incierta.

Ya los zapatos descansan en sus manos, sus agujas no han podido ser soportadas después de zapatear, más que bailar sobre los mostradores al ritmo de su ingesta de alcohol, meneando sus cuerpos sin rubor. Cuerpos bien formados, escasos estos, acompañados de otros cuerpos que fruto de la alimentación diaria recuerdan a sacos de patatas más que a seres humanos. Pero si algo caracteriza tanto a jóvenes como a viejos americanos, es su falta de sentido del ridículo y rubor, no se avergüenzan de sus cuerpos, de su forma de vestir o de su forma de comportarse, quizás basado en una educación donde su autoestima es altamente trabajada, o donde el desconocimiento de otros usos hace que sientan que la única forma de vestirse y comportarse es esta. No obstante en ocasiones he de reconocer que no tanto las costumbres,  como la falta de sentido del ridículo hacen sentir cierta envidia, ya que esto aliñado con otro sentido de la responsabilidad,  daría gentes más abiertas en este otro lado del mundo. No todo iba a ser malo.

Lo más divertido aunque frustrante,  por las expectativas que levantaba, nunca mejor aplicado el término levantaba, fue cuando se nos ocurrió visitar un local de striptease, para ver si eran como en las películas. Así ni cortos ni perezosos paramos un taxi, donde un negro entendió a la primera, eso pensamos, nuestro lugar de destino. Después de más de veinte kilómetros recorridos y no por ello en las afueras de Chicago, ya que en esta ciudad según nos refirieron la gente, de escasas posibilidades,  llega a vivir a más de sesenta kilómetros del centro, desembarcamos en una calle desangelada de edificios bajos, huérfana de luces, ante un local que recordaba más a un cine de barrio que a un local de striptease. En la puerta cuatro gorilas sacaban a empellones del local a un tipo, mientras nuestro taxista cobraba la carrera, nos introdujimos en el local, donde un a modo de taquillero comenzó a relatar en ingles precios, condiciones y comportamiento que teníamos que acatar para acceder al local. Como no entendía nada y dada mi alma cotilla, observe como el taxista que nos había llevado, en otra taquilla,  a nuestro lado cobraba la comisión por la mercancía que había llevado al local, es decir, nosotros. Harto de no entender la perorata que mis acompañantes intentaban traducirme, le pregunte al taquillero si sabia castellano y aunque se resistió,  su pinta chicana le llevo a reconocer que era su lengua materna y me refirió que la entrada eran 25 dólares, más 15 de una consumición, una soda,  ya que en el local no se vendía alcohol, que si queríamos alcohol debíamos salir a la calle y recorrer dos cuadras, manzanas, donde había otro garito donde lo servían y como nos iban a tatuar con un tampón, rito iniciativo que había de ser cumplido después de enseñar nuestro D.N.I, una estupidez como otra cualquiera ya que lo miraban como la vaca mira al tren. Así cumplimentando y acatando todos los términos podríamos entrar en el local. El precio comprendía: una soda, mirar sin tocar y si queríamos una sesión personal, en la cual el striptease sería personalizado deberíamos pagar 200 dólares más, claro está mirar sin tocar.

En vista de lo anterior, nos pareció estúpido tener que pagar 40 dólares por ver una tía desnuda y no poder ni tomar una cerveza, cuando en el Coyote la consumición rondaba los 7 dólares y al fin o al cabo enseñaban prácticamente lo mismo, con lo cual cogimos otro taxi y desandamos los veinte kilómetros tan tontamente recorridos.

Como colofón a la noche de Chicago,  un  hecho que me dejó entristecido y perplejo; dentro del mencionado McDonald, dos guardias de seguridad;  uno rozando los setenta, en este país, al parecer,  la jubilación como nosotros la concebimos no existe, y dadas las escasas prestaciones que el estado proporciona a sus ciudadanos después de una vida de trabajo, en la mayoría de los casos ninguna, estos se ven obligados,  si no han sido previsores y han pagado su plan de jubilación personal,  a trabajar hasta el fin de sus días. Pues bien junto al anciano seguridad,  otro sacado de una película de matones: cabeza afeitada, hombros inmensos acentuados por su baja estatura, y piernas de partenón, observaban a la chiquillada para que ninguno se saliera de madre, centrándose más en la población latina que en la nativa de colonización. En un momento dado comienzan a propinar una soberana paliza a un joven chicano que ha debido perturbar la tranquilidad del local,  pero que a mí no me ha llamado la atención por nada, lo sacan a patadas del local, mientras en sus cinturas oscilan porras,  esposas y ante mi estupor veo que incluso van armados con sendas pistolas. No han pasado tres minutos y mientras el agredido se caga, en un perfecto inglés,  en la madre de ambos,  llega un coche de policía de donde se extrae, ya que no puede decirse que baje, una joven agente de más de cien kilos, que termina la faena llevándose esposado al mencionado chaval entre las risas de los policías postizos del McDonald y las miradas ávidas de dos jóvenes aprendices de putas o quizás madres de familia casadas con un jugador de rugby del instituto, pero cuya indumentaria,  maneras, risas y miradas ávidas de más patadas y sangre, hacen pensar en ellas como unas putas,  hijas de la gran puta. Mientras el anciano, dirigiéndose a mí,  me dice en un inglés que milagrosamente logro entender, ya que se ha percatado de mi cara de estupor ante todo el incidente, que me disuelva, a lo que le respondo en castellano,  que dado que solo soy un individuo, no puede disolverme sino evaporándome. Dándome por imposible se marcha, y no dejo de pensar que he tenido más suerte que el chaval esposado, habrá sido mi calva incipiente, mis canas o mi pinta de turista, por esta noche no me han currado pensé y no creo que en mi vida vuelva a pisar Chicago.


HACIA EL LEJANO OESTE

Salimos de Chicago después de que una titubeante taxista, prima de Woopy Wolper,  nos dejará en la estación,  pero según el horario previsto, hacia el lejano oeste, con un sentimiento de descubridores de nuevas tierras y con el ansia de contar viejas historias, ahora en primera persona.

Lo primero que hace cavilar es el realismo de los cineastas americanos, cuando describen estas tierras y sus gentes, no cambian un ápice de lo que de ellos pensamos, y ahora comprobamos: pueblos sin pueblos, solo pequeños grupos de casas en torno a las cuales se arremolinan,  como en una obra de Chillida coches antiguos, roñosos y destrozados que nos hablan del parque automovilístico de toda la familia, quizás desde la independencia, o quizás de la indolencia y el acaparamiento de todo lo que tenga un valor metálico, únicas riquezas que se ven por estas tierras de trigales,  que hacen palidecer a nuestra Castilla por su extensión. Para ver un ligero cambio en el paisaje hay que llegar a la Junta, Colorado, a  mil millas de Chicago, más de 18 horas de tren con el mismo paisaje de paramos secos por el sol y deshabitados. Lo que  hace pensar en lo innecesario que resultó  el exterminio de las tribus indias. Solo tierras de nadie con pequeños grupos de casas aisladas entre si,  de construcción precaria, que recuerdan curiosamente los pueblos cubanos. La primera conclusión de todas estas impresiones hace pensar en un país que se hubiera detenido en el tiempo, quizá con el fin de la guerra fría, momento en el cual el sueño americano murió, al no tener con quien enfrentarse, unido al gasto que tienen que soportar por sus continuas intromisiones en políticas y países extranjeros y así se explicaría estos cúmulos de casuchas y caravanas oxidadas que nos hablan de una población empobrecida, fiel reflejo de los pasajeros del tren entre los que embarcamos y que por obra y gracia del Espíritu Luiggi abandonamos,  alojándonos en un camarote que hace del traqueteo infame un mullido descanso.

He decidido, quizás interesadamente, que si Luiggi no hubiera nacido me gustaría ser su padre, para  hacer de él un feliz hijo. Pero como la reproducción no es lo mío es mi hermano pequeño en adopción,  que no deja en ningún momento de hacernos la vida harto agradable.

Se atisban ya a lo lejos las montañas que anuncian la transición de Colorado, hacia nuevo Méjico, el traqueteo hace imposible continuar la crónica, todo se mueve con una cadencia oscilante que marcha al ritmo del empleado negro de piernas encorvadas que atiende nuestros camarotes con sonrisa lobezna de blanco sobre negro. ¡Que blancos tienen los dientes los negros! Máxime cuando se les da una propina, ¿verdad Luiggi?

Las horas parecen no pasar en un tren que más que recorrer un país, recorre un continente y donde hasta los grifos de los exiguos wateres parecen hablar inglés, un inglés gangoso,  traga silabas que confunde a mis amigos y traductores.

Pero los idiomas no hacen en ningún caso que no entendamos a quien nos interpela, todo está en el tono, en la forma y en la mirada de quien tenemos enfrente. Como prueba de ello,  hoy ha tenido lugar mi primera conversación con un nativo afroamericano, es decir, negro, de este continente, quien por mor de sus muchas horas a bordo del tren, por mor de su mala educación o simplemente por su carácter agrio, ha mostrado sus desavenencias conmigo. El asunto es simple, en el vagón restaurante tienen la costumbre de sentar a la gente según va llegando, no entiende la privacidad europea, una virtud, pienso, que aquí se considera fuera de lugar, así aun teniendo mesas libres no dudan en sentar a desconocidos en la misma mesa, algo que al parecer les encanta. Como colegiales, ávidos de hacer amigos a principio de curso, se presentan, dan fe de sus ocupaciones y entablan amigable conversación entre ellos; pues bien, nosotros al ser tres ocupamos una mesa de cuatro, con lo cual yo ocupaba dos sitios, por otra parte exiguos,  con lo cual el mencionado personaje, gordo y gritón, ha intentando sentar a un comensal a nuestra mesa, para lo cual se ha dirigido a mí,  supongo que diciéndome que me corriera para dejar sitio al recién llegado, algo que,  dado mi inglés,  yo no he entendido hasta después de mirarle no comprendiendo nada, lo que él ha supuesto como una negativa y se ha alejado con una letanía de improperios en su lengua nativa. Yo me he sentido ofendido, sino hubiera habido sitio comprendería que le sentaran a nuestra mesa, pero dado el espacio y las plazas libres no logro comprender su enfado. Con lo cual bastante serenamente, para lo que acostumbro y cuando se ha acercado para  tomar nota de la infame comida, se lo he dejado claro en un perfecto castellano,  que ha entendido como si fuera inglés de Missouri y desabridamente ha decidido no tomar nota de nuestro pedido. Era la segunda vez que él mencionado personaje, su chapa en el pecho lo identificaba como Lamar, entraba en conflicto con nosotros. Por la mañana en el desayuno, te pasan una ficha en la que figura lo que hay de desayuno y debemos cumplimentar el número de camarote y firmar, algo que hemos realizado con celeridad,  dado el hambre acuciante que nos acometía, ya que la noche anterior,  al no entender al susodicho personaje,  en lugar de pedir la cena completa solo pedimos una ensalada. Pues bien se supone que no teníamos que rellenar nada más que el número de camarote y firmar que ya nos traería  él lo que le saliera de las pelotas y sin ton ni son nos ha tirado los papeles tachados encima de la mesa con una retahíla de incomprensibles improperios. Dadas mis numerosas sesiones de equilibrio cerebral,  por la mañana he podido contenerme, no así a la hora de la comida, que los ansiolíticos aplacan pero no tapan.

Posteriormente he comprendido que esta gente se encrespa con lo que no entiende y es diferente a sus planteamientos, todo lo que se salga de sus cuadriculadas mentes, por lo que he visto hasta ahora no les agrada ni lo más mínimo, no hay sentido del humor y menos, por el momento, amabilidad, algo que con el viaje habrá que ir matizando, ya que amabilidad a esta gente no le falta, si capacidad de improvisación y adaptación a nuevas circunstancias.

A partir de este hecho hemos sido invisibles para el tal Lamar, y la verdad es que nos han tratado con diferenciación, en el peor sentido,  ya que el nuevo camarero no ha dudado en interrumpir nuestra comida para cobrarnos las cervezas, algo que no ha sucedido con el resto, quizá pensaría que nos íbamos a tirar del tren en marcha.

Mientras,  los viajeros concentran mi atención, están todos, el viejo vaquero de uñas negras que hunde sus dedos en varios perritos calientes servidos en una caja y los devora mientras mira por la ventana el discurrir de paisajes áridos, quizás tan familiares a él. Esta también la típica Pegy Sue, con ropa dos tallas por debajo de la correspondiente, con bamboleante paso, quizá por el discurrir de las vías, quizás por el mono que le provoca la falta de alguna sustancia estimulante. Están los jóvenes del mañana,  incansables rompedores de bolsitas de Ketchup sobre sus cajas de comida. Un apunte,  si no comes en el coche restaurante hay una especie de cantina donde en cajas de cartón te venden hamburguesas, perritos y bebidas, todo atendido por una azafata entrada en años, que en consonancia con sus compañeros y el mismo tren, nos hablan de un personal que comenzó a hacer esta ruta con veinte años y que ahora en la sesentena, continúan con ello. Otra vez la inexistente jubilación hace mella en todos los ámbitos.

Están también las lolitas de campo,  que te observan como una rara avis y te lanzan miradas llenas de sugerencia, en un país donde como te pillen con una menor te la cortan, quizá y visto lo visto en Chicago,  es lo que están buscando que te la corten. No faltan dos ancianos Amis, que ni siquiera se dirigen la palabra, él con su sombrero negro, chaleco y camisa  de color blanco usado, ella con su toca a juego y los dos con su mirada azul, acuosa, perdida en la infinidad de montañas rojas y suelos amarillos que empiezan a variar el paisaje, ni una palabra, ni un gesto, solo sus ojos puestos en el mismo punto, en un infinito que me lleva a pensar en lo que ellos piensan, seguramente en nada, pero yo por inventar, pienso que ella piensa, viendo a los púberes que la rodean,  como hubiera sido su vida alejada de su comunidad integrista y él en virtud de las lolitas que le rodean, en que el diablo le tienta cuando llega el fin de sus vidas. Se levanta mira a su mujer y ambos abandonan el vagón mirador en el que descansaban.

Hemos atravesado Illinois, Missouri, hemos cabalgado sobre el Mississippi, recorrido Kansas,  rozado Arkansas, Missouri, Oklahoma, Colorado y ahora entramos en Nuevo Méjico. Al fin paramos en Albuquerque, no quiere decir que no hallamos parado con anterioridad, llevamos más de un día en el tren y ha habido muchas paradas pero de pocos minutos, solo para vomitar y asimilar  pasajeros, esta es la primera parada con tiempo para observar quien habita el caballo de hierro y de sus tripas nace un universo made in hermanos Coheen. Junto a los ya descritos, aparecen moteros cojos con novias gordas, antaño ambos recorriendo carreteras, hoy quizá resultado de un accidente cabalgando sobre su máquina, condenados a viajar en tren, son prisioneros de una juventud en la que vivieron a su manera y esta les llevo a lo que hoy son, él con bastón,  ella con sus mallas de las que se desborda y sobresale una braga raída,  divorciada de un sujetador con calados hechos por el tiempo no por el diseño. Aparecen también,  cruzándose en su camino,  como si lo hicieran por un paseo marítimo, una pareja ya antes observada en el vagón restaurante, tanto por su manera de comer sin tasa, como por su prosperidad recién adquirida. Son una pareja de latinos ambos dentro de la cuarentena. Si la forma de vestir de ella puede considerarse como desfasada, la de él no es describible, se pasea ufano sobre unas chanclas de ducha durante todo el viaje, ataviando su orondo cuerpo con camisetas de colores variopintos, durante el viaje se ha cambiado unas 5 veces, su mujer le dobla en cambios, ¿Dónde ha podido esta mujer comprar vestidos tan horribles y tantos además?

Ambos de la mano, él sobre unos pantalones que a mi me quedarían cortos,  pero que a él le quedan rodilleros, estos curiosamente no entran en el cambio regular de vestuario, se pasean ufanos de su nueva riqueza por la estación,  acercándose a los puestos que unos indios de pega han puesto nada más llegar el tren,  para vender a los viajeros pulseras, amuletos, signos indios inventados. Luiggi comprador compulsivo no puede evitarlo y llena sus bolsillos con ellos, Edu y yo nos fumamos un puro, él fotografía incansable,  yo observo grabando en mi memoria todo.

Nerviosamente Peggy-Su, recorre el andén con mirada extraviada, buscando a alguien que le proporcione lo que necesita, seguramente droga, hasta encontrar un compañero de sexo indeterminado y de color negro que la conduce decidido a la estación, seguro que algo ha encontrado para ella.

Por primera vez oigo voces de gentes al margen de los pasajeros del tren, hasta ahora todo ha sido un documental sin sonido, el exterior se me mostraba  como un decorado, sin su aire, sin su frío, sin su calor, sin sus voces, ahora los oigo, respiro el aire asfixiante, veo como algunos abandonan el tren para encaramarse en los autobuses del mítico galgo,  que recorren todo el país de punta a punta.

Y aunque no olvidaré este lugar por todas las impresiones que me ha proporcionado en un momento, juro que no volveré a Albuquerque, un lugar en la nada y que no contiene nada que, por lo menos a mí,  pueda interesarme. 

El tren pita y volvemos a ser asimilados en su interior, faltan pocas horas para llegar a nuestro destino. Arizona se dibuja en la lejanía, nuestro viaje de “treinta y seis horas” toca a su fin, serán las horas más duras, ya no impresiona nada, todo es repetitivo, solo queremos llegar, tendernos en una cama y descansar.


RUTA 66 “Primera parte”

Por fin el viaje se encaminaba hacia mi ansiada Ruta 66, para mi siempre ha sido como un camino de Santiago, al margen de los míticos escritores americanos,  de dudosa calidad literaria, que en su día la recorrieron y que yo con mis 18 años leí con avidez, imaginándome cabalgando sobre una moto o un automóvil, recorriendo y descubriendo lo que ellos, ahora pienso que torpemente, dibujaban en sus páginas. Era una generación muerta desde sus inicios que buscaban sus raíces en un suelo tan poco profundo como su historia, sin percibir que en realidad esta ruta, es una búsqueda del interior del yo, rodeado únicamente de  naturaleza en estado salvaje, nada que distraiga la visión de nuestros abismos. Sólo polvo, matorrales, sol abrasador, vientos calientes sin humedad, bosques de cactus, en suma, el ser humano ante la nada pero cubierta de todo lo que en ocasiones encontramos en nuestro interior y que nos aterroriza. Bueno no me quiero poner estupendo que decían a Max Estrella.

Se trata de una carretera de rectas interminables, donde no hay señales de tráfico y donde las rayas de la carretera, que en ocasiones se pierden, gastadas por el sol, por el discurrir de vehículos que hace lustros ya no la recorren,  como no sea para acortar kilómetros en el envío de mercancías, o con el placer de cabalgar en motos de otros tiempos, manejadas por individuos fantasmales que parecen nacer más del pasado que del presente. Los puedes ver con sus cascos de cuero, sus alforjas a horcajadas sobre sus cabalgaduras, gafas usadas y llenas de polvo, que te saludan al cruzarse o pasarte. Todos nos convertimos en exploradores de territorios tantas veces explorados, todos en busca de lo mismo, no ir a ningún sitio, solo recorrer un espacio que empareje su viaje exterior con el trasiego y desasosiego interior. Es bella, muy bella solo teníais que vernos,  apenas recorrido unas millas, parar al borde de la carretera,  poner la música en niveles insospechados y bailar, si bailar alrededor del coche como niños que por fin asisten a la fiesta de fin de curso de la guardería. Éramos felices, estábamos contentos de haber recorrido casi tres mil millas ¡4.500 km! para haber llegado hasta allí, cada uno con su ritmo o con la falta de él, pero dando saltos, levantando polvo, felices como hacia tiempo no lo habíamos sido, era nuestro grial.

Pero la impaciencia me ciega, antes de tomar esta ruta literaria e iniciativa, que por cierto no sirvió de nada a sus primeros descubridores, hablo de la generación Bit, es el caso de Kerouac y compañía, que acabaron extinguiendo sus vidas voluntariamente siguiendo la máxima acuñada por este: “Muere joven y harás un bonito cadáver”.

Como decía y ya anuncie ayer,  nos quedaba otro socavón antes de enfrentarnos a este momento de felicidad completa,  pero efímera, como toda la felicidad que se precie de serlo. Llegamos al cráter de…………………., no dejaremos constancia de su nombre para no picar vuestra curiosidad y evitar que si viajáis a estos lares tengáis la tentación de hacer el gilipollas como nosotros hicimos. Es eso,  un socavón, enorme eso si, que recuerda los vaciados del “pocero de Seseña” con el fin de hacer su urbanización monstruosa en medio de la nada. Los propietarios, ya que al tratarse de un ficticio meteorito, ¿dónde iba a caer?, en un terreno privado, no olvidar que estamos en el país de la iniciativa privada, y hasta el cosmos cumple los dictados de Malthus o Evans, gurús del mercado libre. Pagamos entrada y volví a mi ritual de retrasar momentos,  en el pensamiento que retardando el orgasmo este es  más potente, pero otra vez solo una leve erección, si se le puede considerar erección a un cabeceo,  que quizá era más resultado del tintineo del órgano contra el pantalón al ascender mil y una escaleras.

Allí estaba el socavón, un socavón  que podía haberse realizado la noche anterior con una buena Caterpilar, ni rastro de meteoritos o parte de ellos, salvo los que se venden, asegurando su autenticidad,  en la tienda anexa, como no,  a las instalaciones, todo aliñado con un audiovisual en el que el dueño del terreno, bueno de la ausencia de terreno, ya que repito es un gran socavón tipo plaza de toros, aseguraba e intenta probar sin éxito su origen meteorítico.  Como es de suponer tampoco dejaban fumar, contrasentido, ya que si ha caído una mole incandescente del cielo estrellándose en el suelo, ¿que problema puede suponer  que yo me fume un inofensivo cigarro que luego voy a depositar en un cenicero? No obstante en una esquina observe un grupo de norteamericanos-hermanos que a hurtadillas sacaban sus cajetillas y se pasaban fuego. Volví a conocer su amabilidad, son francamente amables, me facilitaron fuego sin pedírselo y comenzaron una animada conversación conmigo, yo ni que decir tiene, no entendía absolutamente nada, pero me daba igual, estaba cómodo con iguales que transgredían las normas,  en un lugar donde las normas no las viola nadie. Movía la cabeza asintiendo a sus aseveraciones y me reía con ellos,  supongo que de cosas graciosas, terminó el cigarrillo nos estrechamos la mano, la pareja china, el hombre quizá de Arkansas y su mujer una curtida vaquera de otros tiempos. Diez minutos de conversación donde las palabras no importaron nada, solo sonrisas, risas y asentimientos, para que luego digan que es difícil entenderse con el género humano.

Partimos como rayos a nuestra Route 66 y volvió la magia, desierto, carretera, viento, polvo y libertad, fueron 400 millas de completo sosiego, en las que nuestro “Driver” manejo con maestría, hay que señalar que después de unas incomprensiones y falta de paciencia tomó el volante Luiggi, quien a partir de ese momento piloto como un Fernando Alonso de las estepas, sin duda, con precisión y gusto. Es inenarrable las sensaciones que nos asaltaron, los lugares por los que pasamos, todos tan iguales, pero a la vez tan diferentes. El bar mejicano donde atracamos para tomar unas quesadillas y unos nachos completos, aliñados con pico pata, especie de picadillo de verduras aliñadas con una ligera picantez, así como las deliciosas, nunca más encontradas, margaritas del cantinero de la Vieja Cantina Mejicana;  decorada con los colores de Méjico, así taburetes verdes, mesas rojas, paredes blancas y una comida excelente a un precio más que módico. E inexplicablemente música de José Vélez, cuando todos creíamos que había muerto y donado su boca a la asociación de estomatólogos canarios.

Tampoco olvidar, kilómetros después cuando caía la tarde, al gasolinero, que gentilmente lleno nuestro deposito a un precio astronómico, al ser la única gasolinera en cientos de millas,  el galón, doblaba el precio de cualquier estación de servicio del país. Pero como en cualquier película de serie B, nos pregunto nuestro destino, nos limpio los cristales y a punto estuvo de revisar los niveles, algo que impedimos al no considerarlo necesario. Todo en el desierto más desierto, quizá del mundo, por lo desiertas que están las vidas que lo habitan. Enfrente de la gasolinera un motel, más un decorado de motel que uno en si mismo, con un restaurante anejo. En el mostrador una Marie Jo de bigote lustroso nos endoso unos vasos de coca cola de litro entre cristalitos de hielo; en este país los cubitos de hielo no existen, se fragmenta el hielo hasta dejarlo con textura de semillas, quizá en la creencia de que germinara en los vasos, algo que no ocurre, aguando la coca cola y los eructos reconfortantes que esta produce.

En suma un día maravilloso, después  de saltar el socavón galáctico e internarnos en nuestro interior. Hablamos poco ese día,  quizás porque el recorrido de cada uno era diferente, como diferentes son nuestros sentimientos, carencias y miedos.

Pusimos camino en busca de parada y fonda, retirándonos de nuestra querida 66, que volveríamos a retomar y me surgió la idea de cambiar el itinerario y en lugar de dormir en Fort Mohave, nombre de reminiscencias colonialistas y de exterminio, dirigir nuestros pasos hacia ………………, pero eso es otro capítulo, un curioso capítulo, ideal para incrédulos y estudiosos de comportamientos y actos humanos.
EL GRAN CAÑÓN DEL COLORADO

Por fin hemos llegado, ha sido duro pero gratificante, duras, sobre todo, las últimas horas de tren, máxime cuando nos ha caído la noche ficticia a las 7 p.m.,  que por mor de la diferencia horaria de la zona oeste, se han convertido en las 9 p.m., añadiendo así 9 horas de desfase a nuestro ya cansado cuerpo. De la noche poco que contar, ya que no se pretende una guía exhaustiva de hechos, si unos apuntes de situaciones, personas o sentimientos que produce esta tierra. El próximo hito en nuestro peregrinar voluntario, está en el Gran Cañón del Colorado. En el cual,  pensando que estamos en un día entre semana, después de recoger el coche podremos visitar prácticamente en soledad, error craso, en este país las mesnadas de turistas autóctonos y alóctonos no conocen coto y lo invaden todo. Antes para abrir boca acudimos al parque natural volcánico…………., no merece dar apunte de su nombre, no recomendaría a nadie que perdiera el tiempo recorriendo una carretera que lo único que proporciona, como admirable, es un río de lava fosilizado, pero que nos hace perder un precioso tiempo ya que tenemos un apretado itinerario para el día, que, claro está, no cumpliremos,  pero que hábilmente sustituiremos por otras alternativas harto sugerentes. Así pues, después de visitar unos restos de poblado indígena que matarían de risa a cualquier arqueólogo europeo, pero que entraba en el precio de la entrada al parque volcánico, nos dirigimos al Gran Cañón. No voy a mentir si digo que ladinamente intento retrasar su contemplación, la vida te enseña que los momentos más deliciosos tienen lugar en el antes, en el soñar, en el desear, en el retrasar el momento que auguras delicioso, la magia termina invariablemente cuando te vuelves a poner los pantalones y huyes en el metro pensando que tan poco ha sido para tanto. Así nos metimos a comer, lo de siempre, con el sabor de siempre y la mala digestión, consiguiente, de siempre. Ni decir tiene que para entrar tanto en parques naturales, ya sean volcánicos o no, así como al Gran Cañón,  hay que retratarse, versus, pagar. Después de la llamemos comida, aun intente retrasar un poco más el momento, entrando en la tienda de regalos, ubicada de modo estratégico, en la entrada del camino que nos llevaría al tan ansiado destino. Por fin llego el momento y………………, delante de un pequeño mirador un volumen enorme de personas se apelotonan para sacar una foto de la mágica obra de la naturaleza. De acuerdo en obra de la naturaleza, pero ¿mágica?, quizá me lo provoque yo mismo levantándome tantas expectativas, es mi carácter. Quizá fue la luz, no la más apropiada para rozar la magia, quizá el gentío, quizá la hamburguesa revolviéndose en la tripa, pero no encontré la magia por ninguna parte, solo un gran socavón entre piedras recortadas y un pequeño hilo de agua al fondo del cortado, el río colorado, haciendo honor su color a su nombre, a partir de ahora “el colorao”, por darle un toque más rural a un ámbito tan poco glamuroso. Ya digo quizás, quizás, quizás,……………… Un poco desanimado, no así mis acompañantes, nos dirigimos al coche,  teníamos pendiente otra de socavones, este caso el formado por un meteorito y que prometía a priori una experiencia interesante. Pero la fortuna, quizá viendo mi mohín de disgusto, nos premio y mis compañeros repararon en unos carteles que hablaban de los pequeños cañones del “colorao”. Y eso si que fue mágico, con el aparte de los tenderetes de indios de pega,  anexos al desvío. Pudimos observar en soledad el toque mágico de unos cortados de la misma magnitud que el original pero de mucha mayor belleza, quizá por la inexistencia de representantes del género humano, quizá por la luz, quizá por desconocer su existencia y sorprendernos su descubrimiento, quizás porque mi trasiego estomacal había vencido a la pelota de carne, que como una bola de roca amenazaba a mi querido Indiana Jones, versus estómago.

Belleza en estado puro y salvaje, a lo que habría que sumar su precio, nada, como la autentica belleza, solo basta con mirar, nadie te puede cobrar por ello. Ni que decir tiene que dedicamos tiempo dilatado a recorrer los cortados, admirando, fotografiándonos y fumando unos pitillitos, disfrutando de lo que se ofrecía ante nuestros ojos; el cráter quedaría para otro día. Aquí las distancias son tan inmensas que si te sales del plan trazado, más vale que lo dejes para otro día, ya que todo cierra a las 5 p.m. No obstante como avezado viajero y hacedor de la ruta que habríamos de recorrer en este País, tenía preparada para estas contingencias opciones alternativas. Y aprovechamos para visitar Sedona, núcleo creado a las márgenes de una carretera,  consistente en casitas de campo de Yuppies de los 80 y multitud de restaurantes,  entre los que se encuentran algunos de distinto pelaje a lo acostumbrado por estos lares. Pero la belleza de Sedona no reside en este ficticio núcleo urbano, sino en la carretera que te lleva a ella. Esta carretera te transporta a las películas de vaqueros de nuestra infancia, mesetas rojas, ora rotas en punta, ora perforadas, dejando ver el cielo a través de su estructura horadada, ora grandes piedras en equilibrio inestable, a las que solo un pequeño soplo parece capaz de hacer despeñar y todo alumbrado por un sol rojo, un sol de sangre, de pistoleros apostados entre las peñas a la espera de la caravana de J. Waine, sin saber que antes de tocarle con un solo tiro, se enrocara con su procesión de colonos, convirtiéndose en un animal redondo e invencible. Después una buena cena, algo que por aquí no es baladí, los yuppies saben vivir. Y por ahora, nosotros viajar.


LAUGHLIN

Dado que nuestro conductor era más fácil de convencer que  una beata,  de la existencia de Dios, acepto sin dudarlo hacer casi 200 millas más para desviarnos hacia un lugar que no figuraba en nuestro itinerario, pero que cuando comencé a elaborarlo me dejo perplejo y aunque a priori descarté, consideré en ese momento ideal como colofón de tanta introspección; había que hacer saltar por los aires esa sensación de búsqueda interior,  con la sensación contraria, la sensación de desasosiego que da lo increíble que te rodea. Así le plantee al grupo pasar la noche en un lugar llamado Laughlin. Laughlin  es un pequeño enclave,  al que para llegar debíamos abandonar Arizona y cruzando el río “Colorao”, pasar a Nevada. El enclave del lugar se le ocurrió al tal Laughlin, quien dio nombre a esto que sin ser pueblo, tampoco es ciudad. Si hubiera que describirlo es una antesala cutre, permítase el termino quizás no muy acertado, por lo cutre del lugar a comparar, de las Vegas.

El susodicho personaje vio el negocio en colocar en medio de la nada una aglomeración de casinos que acercaran a Arizona, donde está prohibido el juego, las Vegas de Nevada. Creando así un lugar más cercano y asequible a los jugadores empedernidos, que los hay y a millones, sin tener que recorrer una gran cantidad de millas hasta la meca del juego. Y para ello se inspiró en las Vegas, pero claro si el ejemplo, aunque impresionante, es de un estilo cutre, falto de gusto, sensibilidad y cualquier atisbo de belleza, el resultado se puede imaginar, como decía mi abuela  Olvido: “de padres  marranos, hijos cochinos”. Llegamos de noche pero las luces se adivinaban en la lejanía, neones de todo tipo, carteles anunciando hoteles a precios increíbles, desayunos a precio de saldo, grandes zonas de aparcamiento, todo dirigido al jugador, al que se le subvenciona su estancia con el fin de que el dinero que no paga en alojamiento y manutención se lo deje en máquinas y mesas en progresión geométrica. Resultado, Laughlin, es un lugar difícilmente imaginable para un Europeo, pero creo que haría las delicias de cualquier españolito que lo tuviera a su alcance. ¡Dios si existes, no permitas el proyecto Monegros! No puedo evitar puesto que esto lo escribo al final del viaje, comparar este lugar con las Vegas, aunque no quiero desvelar nada de las mismas, hasta que no llegue su capítulo, pero todo es cutre, los casinos huelen a viejo, a humedad, algo que se comprende nada más pisar los gigantescos hoteles casino; la mayoría de los jugadores son ancianos y ancianas, que permanecen conectados a las tragaperras, quizá para vencer su insomnio, quizá para olvidar la botella de oxigeno que les acompaña. Muchos de ellos en estado terminal sin fuerzas ni para introducir las monedas en las máquinas, se colocan una especie de forfait, sujeto con una goma, que introducido en la máquina le da crédito en función del dinero que  hayan cargado en  la tarjeta del mismo. Y así solo tener que utilizar un dedo para apretar en las apuestas y  dejarles libres la otra mano para comprobar que su sonda nasogástrica sigue bien colocada, o dar más flujo de oxigeno a la botella que físicamente les acompaña; ¡no es coña, todo esto es verídico! También hay asistentes que empujan sillas de ruedas con individuos ávidos de jugar y que después de situar ante la máquina elegida, ponen el freno de las mismas e introducen sus tarjetas fortfais en las maquinas al efecto. Junto a ellos los típicos solitarios, ávidos de alcohol barato y juego, señoras solas que han escapado del tedio diario para dejarse unos dólares y quizás buscar las caricias torpes de alguno de los anteriores al final de la jornada. Los ojos me dolían de tanto abrirlos y no cerrarlos, todo es increíble, después de la introspección del día, la alteración de la noche, del entender pero no comprender, del pensar que toda una vida para terminar enganchado materialmente a una maquina donde malgastar las exiguas pensiones que debe percibir esta gente. Nos dirigimos al bar para ahogar el desasosiego que producía tal visión y cual fue nuestra sorpresa al comprobar que si bien los precios de las bebidas eran irrisorios, a modo de ejemplo una Margarita 90 centavos, era preceptivo jugar a la vez que se consumía, a tal fin todo el mostrador esta tapizado de pantallas de póquer que funcionan a ritmo de dólar por partida. Aunque ludópatas, Luiggi y el que suscribe, nos inclinamos por las de monedas de 25 centavos, donde nos dejamos veinte dólares cada uno, pero como la sed acuciaba decidimos buscar un sitio donde ahogar nuestras penas en Bacardy o Bourbons,  que hay gustos para todo. Así divisamos en lo alto del casino,  que habíamos elegido al azar, algo lógico en una meca del juego, como hotel y lugar de estudio etnológico, un luminoso que rezaba Live Music, que no era otra cosa que un Karaoke, pero en el que podías beber sin tener que jugar. Y lo que se representó ante nuestros ojos, superó con creces a la Unidad de Vigilancia Intensiva Ludópata, que se encontraba en la sala que acabábamos de abandonar.

Después de que Verónica, nos sirviera las copas, se su nombre al llevar una chapita en el pecho, que me pareció un sello de correos en comparación de sus pechos, que se inclinaban generosos sobre la mesa cada vez que nos servía una consumición; así a la pregunta: ¿Que me cobro?; (un apunte:  nunca te dan las vueltas del importe de las copas,  con una sonrisa promesa de muchas más y nada más, te preguntan que dinero se cobran, cuando lo lógico es que te den las vueltas y si el espectáculo en general te ha satisfecho tú decides la propina a dejar); Pero eran tales sus razones que las 4, 5, 6 o ¿fueron 7?, las consumiciones que le encargamos invariablemente se quedo con todas las vueltas, esta chica debía tener un gasto enorme en sujetadores y nosotros fuimos solidarios.

Coopero también a nuestra despreocupación en la reclamación de los restos propinales, lo que sucedía en el escenario. Todo el mundo sabe que últimamente España es un país en el que proliferan los frikis en todos los ámbitos, pues bien, no tenemos tantos, como los que se concentraban en el garito objeto de estudio. No había un momento de calma y sosiego, se arrebataban el micrófono tema tras tema, un friki detrás de otro, que era a su vez aplaudido de manera fervorosa por el resto de frikis y por nosotros,  no nos fueran a dar una hostia, que ya se sabe como son los frikis, están para provocar la risa, pero como lo noten se lía. Personajes de 150 kilos, sucedían a personas con claros problemas siquiátricos,  como indicaban sus movimientos y la entonación que le daban a las canciones; subían al escenario sin tener un hilo de voz algunos, algo que solventaban con aspavientos nunca sospechados, mujeres cabalgando con solo una pierna sobre una silla de ruedas, que ágilmente, a pesar de sus cientos de kilos,  se alzaban como gimnastas de suelo sobre taburetes para desde allí deleitarnos ¿? con una canción country de todos conocida. Y cada vez los aplausos más fuertes, más arrebatadores, más de admiración. Momias de cientos de años movían sus tules a ellas contemporáneos,  a un ritmo diferente al tema elegido, maullando línea tras línea lo indicado en pantalla. Mujeres que parecían hombres, hombres que parecían mujeres. Al principio todo fue acogido con sorna por nosotros, pero poco a poco la congoja nos fue atrapando, ¿congoja por qué ellos se encontraban felices por lo que estaban haciendo y a los oyentes les encantaba? Pero ¿se le puede pedir a un marciano que no sienta dolor por lo que otros organismos pensantes realizan en el planeta que ellos están recorriendo?

A punto de irnos, más de 170 kilos subió al escenario y nos dejo clavados en la silla, sereno, tranquilo, con la mirada baja comenzó a entonar “Una furtiva lágrima”, y he de reconocer que ni Placido Domingo lo podía haber hecho mejor, era su interpretación de una timidez que imprimía más hondura a la melodía. Fue un consolador colofón a un día lleno de acontecimientos, sentimientos, risas, vergüenzas ajenas y dolor por el género humano que no abandonará nunca su deriva y no hacia el gran cañón del colorado, para despeñarse claro. Apartamos unas cuantas profesionales del sexo, putas, y dormimos como niños. Bueno todos menos yo, que a las 5 de la mañana me vestí con sigilo y  salí a las calles de Laughlin para recorrerlo de día. Desayuné en mi querido Starbucks y deambule por las calles, lo que me llevo a comprobar que eran autobuses enteros los que traían día tras día a los ancianos para ser enganchados a las máquinas, comprobé que algunos jugadores empedernidos, pero faltos de dinero, se traen sus propias caravanas, que aparcan en un parking al objeto. Caravanas de dimensiones estratosféricas que se amplían o recogen, telescópicamente, para alcanzar un mayor confort. Es decir un mundo de este mundo pero tan fuera de mi mundo, que aun sintiendo el sosiego de ser saludado a tan altas horas por toda persona viva con que me crucé, me hizo sentir el dolor que sin quizá saberlo claramente ellos sienten, es lo que tiene la empatía, hay días que me mata. Mientras dentro del casino, ¡y son las 6 de la mañana, es decir a.m.! las mismas caras, las mismas sillas de ruedas, las mismas botellas de oxigeno,  sujetas a las mismas bocas, las mismas sondas sujetas a las mismas narices, las mismas putas…………………....


LOS ÁNGELES (1)

Después del segundo desayuno y una vez desactivados mis roncadores amigos, ellos dicen que yo también lo hago y a gran potencia, pero claro ellos no se oyen y menos en cercanía; me explico que no quiero malos entendidos, en las habitaciones triples,  incomprensiblemente, siempre hay dos camas de matrimonio, eso sí enormes y dado que Edu nos solicito dormir en soledad, Luiggi y el que suscribe,  comparten cama y colchón. Pero  cuando su boquita se acerca a mi oído el vendaval es incontenible,  para lo cual como espada en cama de la edad media, coloco la almohada para poner a salvo tanto mi virginidad, que hay partes de mi cuerpo aun vírgenes, como mis oídos. Luiggi piensa que lo hago para evitar tentaciones y para que no le lleguen mis cuchilladas podológicas que al parecer le asedian. ¡No entenderá nunca que para el viaje,  menos depilarme me he cortado, casi,  todo!

Pues bien nuestra siguiente escala serán los Ángeles, para lo que nos volveríamos a introducir en la Route 66, con el fin de recorrer lo más posible su trazado,  hasta vernos obligados a tomar la autopista construida sobre ella y que nos depositará en los Ángeles, más exactamente en Long Beach, donde le teníamos a Luiggi una sorpresa malévolamente pergeñada por Edu y yo. Iríamos a una cadena de Moteles, conocidos como Vagamundo INN, que le pondrían los pelos de punta y porque no decirlo a nosotros también; Norman Bates hubiera sido un gerente con más enjundia que el que nos encontramos, pero no apresuremos nuestros pasos, ya que desde ahora echaremos mucho de menos al querido de Norman Bates, incluso a su madre.

Desandamos el camino andado para volver a la desviación de Fort Mohave, y al tomar la ruta 66, Betty que así se llama la navegador del Edu, Bety TomTom, haciendo honor a su nombre,  nos introdujo en la ruta 66 pero en dirección contraria, es decir alejándonos de los Ángeles, algo que por otra parte no nos importó ya que nos mostró otro tramo de esta fantástica carretera, donde la velocidad se iba multiplicando a medida que nos encontrábamos más solos. Siguiendo su trazado llegamos a un enclave, creo que recordar conocido por Ottman,  donde se concentran una cantidad impresionante de moteros de película. Tipos gordos enfundados en chupitas de cuero sin mangas, dos tallas por debajo de la suya, autenticas morcillas de la carretera, cubiertos de tatuajes en todas sus pieles, cazadoras incluidas, cabalgando sobre sus cerdos de Milwuoky, sus chopper, o sus cacharros tuneados que recuerdan los utilizados en Mad Max el guerrero de la carretera. Todo en un ambiente festivo, de salones, tiendas de ropa, recuerdos, baretos con tapeo mejicano y hasta una autentica vaquera a la que todos arrobados suplicamos, mentalmente que nos marcara con su hierro, o en su defecto que nos dejara marcarla con el nuestro. Únicamente el más avezado, como no el niño, Luiggi, se saco una foto con ella. Repostamos unas Coronitas y seguimos nuestro camino después de dejarnos unos dólares en regalos de recuerdo para nuestros seres más queridos, pocos ya que los dólares iban disminuyendo alarmantemente.

Retomamos ruta y nos dirigimos a los Ángeles, donde llegábamos en viernes y nos prometíamos jaranas y experiencias dignas de recordar, ya se sabe: a muchas expectativas pocas cosas acaecidas. Recalamos en el antes mencionado Motel, que como suponíamos hizo palidecer a Luiggi, una mirada de complicidad y media sonrisa reboto del rostro de Edu al mío, ¡que cabrones! Nos enfrentamos al indio, de la india, de la recepción, que no admitió ningún tipo de rebaja, máxime cuando incluía desayuno, eso decía él al menos; además un congreso de no se que,  hacia que no quedara en la zona una sola habitación libre. Ocupamos nuestra habitación, que comparando con otras que posteriormente ocuparíamos era una suite principesca, pero en país republicano.  Y acto seguido nos lanzamos a conocer Long Beach, empezamos por un Houter, como ya explique,  donde mocitas con uniforme de proyecto de puta,  te sirven las consumiciones al ritmo de sus bamboleantes pechos, engordados quirúrgicamente para desempeñar concienzudamente su trabajo. Estar tomando algo en un jardín de infancia donde no te devuelve el sobrante de las consumiciones no nos satisfizo por lo cual nos dirigimos al garito de enfrente, cuyo nombre nos impacto, EL SEVILLA, dijimos ¡coño a ver de qué va esto! Pues de que va ir, otro bareto muy bien montado donde reinaba la sangría, hermana seguramente de la que ya habíamos visto servir en Chicago en otro garito que rezaba EL IBERICO, pero a diferencia de este en el Sevilla no tenían bravas, alioli, rabas ni ponían a Bisbal, algo es algo. Ya en la barra nos ataco la “Barwoman” de rigor, se presentó y  preguntó: en que nos podía robar, es decir, que queríamos tomar y después de servirnos como siempre, unas copas desangeladas,  se quedo con lo que le dio la gana de la propina. Las copas en este rincón del planeta, más continente que país, quizás sean las peor servidas del mundo, hielo picado en fragmentos infinitesimales con el alcohol correspondiente y un chorro de Coca Cola de grifo, tan exiguo que solo sale el agua carbonatada no dando tiempo a que salga la coca, eso si son baratas, ¡faltaba no te jode!

Mientras enfrente nuestro,  una especie de Baile de Empresa, donde unas morenazas más hispanas que americanas intentaban mover unos palos autóctonos de diferente maduración y que de soslayo nos lanzaban miradas como intentando decirnos que si de ellas dependiera y nuestra cartera estuviera tan poblada como la de los palos autóctonos se vendrían con nosotros, pero claro eso no tiene mérito. Y en esto empezó la música en directo de un grupo anunciado como español, que hizo las delicias del respetable con canciones de Alejandro Sanz y alguna que otra flamencada, posteriormente al hermanarnos con ellos comprobamos que eran de Jalisco, pero ya se sabe: “Mejicano e hispano son el mismo grano, al menos eso piensan los americanos”. (Bonito pareado ¡coño!)

En una de estas y harto de oír canciones entre las que no se encontraba Suspiros de España, única que en la concentración etílica que nos encontrábamos nos hubiera robado una lágrima,  al estar alejados de los nuestros y de la madre patria, salimos a fumar a la calle, para lo cual hay que enseñar el tampón que previamente a la entrada te estampan en la mano a modo de salvoconducto,  para bregar a tu antojo. Yo que tengo la mala costumbre de borrarlo según me lo ponen,  tuve que someterme a una nueva intervención. No habíamos terminado con ella cuando un grupo de niñas entre los 18 y 20 aparecieron por la calle, todas claramente de naturaleza autóctona, es decir, colonizadoras, que portaban en volandas a una rubia natural-descolorida,  con un vestido, que a modo, de gasas mostraba sus incipientes pechos y su incipiente vello púbico, llevando un pedal de la escala 9. Se caía, rebotaba su cabeza contra el suelo, se descojonaba, hasta que por fin fue sentada en una silla. Vamos una borrachera más,  de las que a diario los fines de semana se dan por nuestros lares; pero en ese momento los acontecimientos  dieron un giro brusco: sirenas comenzaron a atronar la calle, primero un coche de bomberos del que se deslizaron varios armarios roperos, al ritmo del aullar incontenible, a continuación tres patrullas de la policía que cortaron la calle, dejando espacio únicamente para una ambulancia de paramédicos que con su maletín se dirigieron a la intoxicada,  para comprobar sus constantes vitales, que al ver de sus miradas de hastío, estaban perfectamente, al estar completamente sumergidas en alcohol y todo el mundo sabe que este conserva a través de los siglos. Mi mueca de sorna al ver el dispositivo montado, se torno en una carcajada tan sonora que uno de los minipolicías, eran extremadamente pequeños tanto los japoneses 2, o de padre japonés, como los chicanos que eran el resto, ninguno pasaba del metro cincuenta y cinco. Al japonés le debió de joder mi actitud y de malos modos se dirigió a nosotros haciéndonos abandonar la zona, al ser según él,  zona de seguridad, seguramente en relación a la distancia que podían alcanzar los vómitos de la etilicida si se decidía a potar. Protesté diciéndole que éramos turistas y que solo mirábamos, no sirvió de nada, así que apartándonos del berenjenal, nos enrollamos con un colega de los cantantes hispano-mejicanos que habíamos conocido en el bar y que mostraba un conocimiento de la cultura española harto sorprendente. Sin dejar de observar de reojo la operación de salvamento y reanimación emprendida, nos relato que al día siguiente el padre de la susodicha borracha,  recibiría una minuta pormenorizada por el gasto de bomberos, policías y paramédicos, ya que todo se había ocasionado por su manera de actuar al ingerir tal cantidad de alcohol, algo que nos choco, ya que con que la hubieran metido en un taxi y la hubieran llevado a su casa, habría devuelto en su cama, como hemos hecho todos y al padre, aunque  cabreado,  le habría salido más barato. Pero este país, es este país y si se hace algo, se hace a lo grande ¡Qué coño!

Nuestro amigo alabó a  continuación España,  hablando de sus vinos de los que parecía ser un buen conocedor, Luiggi, muy avezado él, con sorna, producto de la ingesta también considerable, le pregunto que cual le gustaba más, Ribera del Duero, Rioja, Valdepeñas….., sin inmutarse el hispano mejicano, con ojos de entendido,  afirmo que a él, el que realmente le gustaba era el vino tinto, ni que decir tiene que las risas se debieron oír en Sausalito, que no sé donde está pero debe estar muy lejos.

Después de dejar a este nuevo amigo experto en enología, nos dirigimos a tomar la última, otra vez D.N.I., sello en la muñeca y borrado de sello consiguiente, ¡no soporto que me marquen! Este local también tenía lo suyo, otra ración de mostrador colonizado por dos mesteñas, ninguna de ellas con más de veinte años, donde al ritmo de la música movían sus cuerpos, al parecer, sugerentemente. Resto gordas, pero gordas,  con acompañantes que bebían por la cara invariablemente, al parecer pensarían: ya hago bastante con sacarla. Quizá a priori esto no difiera de un garito madrileño de ronda nocturna, pero el ambiente que se vive, te lleva a la melancolía quizá por no estar con quien te gustaría estar, a muchos kilómetros de distancia, quizá por el abuso del cuerpo femenino como moneda de cambio, quizá por la falta de voltaje sexual, no hay besos, metidas de mano, ni el más mínimo escarceo, ¡ojo mirar pero sin tocar!, ese debe ser el lema.

Por último al salir del garito nos volvemos a encontrar con una caterva de enanos policías, los mismos del incidente antes relatado, jugando con estos nuevos patinetes de dos ruedas en paralelo que parecen el sueño de un pijo futurista, así el japonesito de antes,   cuando bajo a la carretera para entrar en nuestro coche, por la puerta del copiloto, no duda en espetarme: Solo los borrachos andan por la carretera. Yo en contestación me cago en su puta madre, eso sí, en bajito no sea que vengan los bomberos, el Samur y  tres coches más de enanos y me pongan mirando a Cuenca.


LOS ÁNGELES (2)

Rápidamente comprendí que el “Clipdefamobilpoliciajapones”, tenía algo de razón,  ya que,  aunque en estos días mi nivel de asimilación etílica había aumentado a cotas antes insospechadas, un poco pedo si que iba, lo que no obsta para afirmaciones tan groseras. Y lo vi claro al dejarme caer en la cama, si bien esta permanecía estable,  la habitación y mi estomago comenzaron un “baile de los malditos”, propio de Polanski, no obstante y después de buscar desesperadamente y en vano  la mesa de control del Enterprise,  en que se había convertido la habitación, caí rendido sin apercibirme de ello.

El día siguiente arrancó, para mí, muy temprano como siempre, he de decir que no he dormido más de 3 ó 4 horas por noche. Mi cabeza era un timbaleo insoportable y mi estómago un bebedero de patos, beodos por supuesto. Sin ducharme, que me gusta desayunar antes de ello, me dirigí al lugar destinado a tal fin, ¡indescriptible!: una máquina de agua que procesaba pequeñas cantidades de cafeína, dando como resultado un agua turbia,  que goteaba solemnemente en una tetera de cristal, un cacharro con azucares y palitos para su removido, unos sobres de leche en polvo y una bandeja con bollos; donde dos rubias coloradotas se afanaban en hincar sus dedos para comprobar el nivel de elasticidad de todos y cada uno de ellos, después de darles los buenos días, a los que no respondieron y acordándome de un amigo, con la sonrisa prendida del labio de abajo, el de arriba lo tenía todavía rígido por la cantidad de Coronitas succionadas la noche anterior, les pregunte, en castellano claro, si esa era la cola para tocar los bollos, me miraron con cierta aversión y un mohín que al principio no comprendí, pero que se debía al olorcillo que yo debía desprender, recuérdese que todavía no había pasado por la ducha, pero sirvió para que se piraran y me dejaran tocar todos y cada uno de los bollos, bollos duros como la vida, duros como unas tetas recién operadas, duros como los huevos cuando te los tocan mucho, en suma putas piedras. Con lo cual mire alrededor en busca de un lugar para sentarme a degustar el brebaje que por aquí llaman café, esfuerzo inútil, era un lugar de desayuno, “cogeelcafetocalosbollosypirate”, ya que no había ni mesas y solo dos sillas a modo de consulta odontológica. Tire el café y  salí a la calle, donde de nuevo una especie de Starbusch salvó mi vida.

Despiertos ya todos y aun recuperándose mis compys de la impresión provocada por el “desayuno incluido” y ya duchados, emprendimos nuestra aventura “Angelina”.

Para no andarme por las ramas, está ciudad tiene la misma personalidad que Chicago, es decir ninguna. Ahora bien por momentos tiene algo de español, no en vano fue, como casi todo por aquí,  colonizado en primer lugar por sus abuelos, que no los míos, ya que ellos,  sus abuelos no volvieron nunca a España.

Tiene un cierto sabor latino, aunque su centro de negocios tiene el sabor que tienen todos los centros de negocios de cualquier capital del mundo, ninguno.
Según dicen es una de las ciudades más peligrosas del mundo, pero he de decir que no encontré atisbo de ello, bien es verdad que no nos dimos una vuelta concienzuda por el South Central, es más mis acompañantes no se apercibieron de ello,  pero cuando nos dirigíamos al barrio chino les desvié ligeramente hacia esta zona, con la excusa de no atravesar el pueblo antiguo de los Ángeles. El South Central, al parecer, es la zona más peligrosa de los Ángeles, y al ser los Ángeles la ciudad, según dicen, más peligrosa del mundo, no era caso de alarmarles, además era la una a.m., con lo cual gran parte del peligro aparecía conjurado. Entramos en la zona,  pero después de verla un poco, entendí el poco sentido de la visita, a ellos les dije que era el Little Tokio y salimos sin más preámbulos. Bastante tienen los más marginados de vivir en una zona nada agradable para que luego los turistas de turno, aunque parte sin saberlo, se paseen por sus calles. Sobre la entrada del barrio prefiero no extenderme. No me extraña que sea donde se alojan las peores y más organizadas bandas de la ciudad. Solo con ver la entrada al barrio se comprende. No quiero disculparme, pero solo entrando podía dar fe de su existencia y una vez más comprender el trasfondo de un país.

También es cierto que el centro de la ciudad, junto al área de los rascacielos,  esta colonizada por los sin techo, pero en algún lugar han de estar, sino les dejan estar en ningún sitio. Pero estos se limitan a pedirte un cuarto de dólar y no te dan más coña. Al hilo de esto,  he intentado durante todo el viaje completar una colección completa de monedas yanquis y varias veces lo he conseguido, pero cuando salgo de desayunar en mis madrugadas y me encuentro a uno de estos personajes, con su carrito de supermercado, sus harapos a modo de capa pluvial, sus gorros desteñidos y sus zapatos abiertos que sonríen a la vida, ya que cualquier esfuerzo por pegar sus mandíbulas es inútil, invariablemente echo mano al bolsillo y coloco mi colección de monedas en su vaso de papel talla grande, que nunca he conseguido ver lleno. No es limosna, no es mala conciencia, es solidaridad, ellos en la lotería de la vida les ha tocado este país, y esta vida, a cualquiera de vosotros, de nosotros,  nos podía haber pasado lo mismo.

Volviendo a la City y a su downtown, que así se llama el centro, nada reseñable con la excepción del edificio del Ayuntamiento, que fue utilizado en el cine para alojar el Daily Planet, periódico en el que trabajaba Superman y que se eleva sobre el resto,  como recordándome la infancia en que mi mayor ilusión era ser como él,  para barrer la injusticia del mundo. Visto lo visto podéis comprender que me quede con las ganas.

Llama también la atención el edificio Walt Disney Hall, hecho por el mismo “trapatroles” que el de Bilbao, F. Gehry, que recuerda un vertedero en el que se han amontonado docenas de botes de Fabada Litoral que a continuación han sido pisados aleatoriamente por un mítico gigante, dando edificios ruina que al parecer por su brillo, no veo otra belleza, son muy cotizados.

Enfrente siguiendo la acera, la Catedral de los Ángeles, realizada por un español, Moneo, que no haciendo honor a su nombre, de mona nada de nada. Es más bien un bunker, por fuera, y un auditórium por dentro, recuerda al de la música de Madrid, hasta en sus lámparas y decoración interior, pero claro sin atleta. En su interior conserva un retablo español del S. XVII, según reza en un cartel y que al parecer, tuve que pedir ayuda para su traducción, dice que fue traído de España en 1925 para rescatarlo de las quemas de conventos de La Guerra Civil Española. Lo que nos lleva a que lo tuvo que traer Rapell, ya que si la guerra comenzó en el 36, quien lo trajo tenia poderes o simplemente lo mango. Intenté poner en conocimiento de alguien, del estamento eclesiástico, tal desatino y sólo gracias de nuevo a un ardua labor de interprete por parte de Luiggi, logramos llevarlo a cabo, pero la beata receptora del mensaje se limitó a asegurarnos que lo pondría en conocimiento de la autoridad religiosa competente, me juego el cuello que si lo visitáis veréis que el cartel seguirá igual por los siglos de los siglos……………… amennnnnnnnnnn.

El primer conflicto entre tabaco y los Ángeles, tuvo lugar en el parque frente a la catedral, mientras tomaba notas para la presente crónica, notas que perdí durante el viaje y por ello hago uso de mi deteriorada memoria; pues bien,  encendí un purito y no había dado dos caladas, cuando una fornida agente me conmino, eso sí, amablemente pero con cara de pocos amigos,  a apagarlo, estaba prohibido. Ante mi estupor, por tan absurda medida al aire libre, lo apague, ya había tenido mucha suerte la noche anterior. Esto se repetirá posteriormente en los lugares más insospechados.

La cosa mejoró cuando encontramos el Edificio Bradbury, donde se rodaron múltiples escenas de Blade Runner, es un edificio francamente precioso en su interior, con unas escalinatas abiertas que lo recorren laberínticamente y unos ascensores en consonancia con la época en que fue realizado. Lo llevó a cabo Wyman en 1893, y corre la curiosa leyenda, que él mismo transmitió, en relación a que los planos del edificio no eran suyos, habían sido transmitidos, a él, por su hermano muerto unos años antes. El edificio, sea cual sea su origen, es de una belleza impresionante en su interior, siendo mudo su exterior. Desgraciadamente no es posible recorrerlo en su interior y rememorar el paso de replicantes y autómatas, ya que es sede de la policía de los Ángeles y no te dejan subir si como mínimo no le has dado una hostia a alguien.

Encarado a él un teatro de aspecto latino que nos llevaba a una ciudad de Méjico y junto a este una farmacia, que haría las delicias de Iker Jiménez, donde se juntan los elementos de Santería con toda clase de brebajes para convencer, vencer, inclinar, subyugar al otro, junto con infinitos remedios propios de la bruja Lola, con el fin de resolver cualquier dolencia y/o problema, es el caso de lenguas de sapo, manos de tortuga, bigotes de rata, escorpiones, veneno de serpiente, escapularios, rosarios y todo ello junto a lo más puntero de la farmacopea mundial. Un lugar alucinante en suma, yo compre un rosario de madera  de un azul intenso; para regalar, que nadie se asuste.

De ahí nos dirigimos al mítico Chinatown de Jack Nicholson,  pero se ve que hace mucho que no va y han quitado los decorados de la película, sin cometarios.

Rozamos a continuación el barrio Japonés, fue una gran idea, el rozarlo digo. Y de ahí al pueblo de los Ángeles, diminuto pero el único con sabor popular de los Ángeles, no obstante un poco postizo al estar reconducido al turismo; están remodelándolo y uno de sus mercados más famosos lo copa todo, y aunque conserva edificaciones de su primitiva construcción, no deja de ser un mercado para turistas, un corredor de restaurantes mejicanos donde guitarra en mano le dan al corrido y lo que se tercie, pero donde, dado nuestro origen,  tomarse una margarita a las rocas es un placer.

Desde ahí decidimos dar una vuelta por Venice, la mítica playa de cuerpos diez, donde los gimnasios se sitúan en la calle, perdón en la playa, para poder admirar dorados por el sol los musculos@s especímenes sudando al ritmo de la música que atrona desde sus altavoces. He de decir que había solo dos negros inmensos y un blanco canijo en proceso de amorconarse. Resto de Venice: tiendas, tiendas, tiendas, como cualquier paseo marítimo de cualquier playa del levante español, eso sí, con los precios más baratos y con pinta más cutre. Observamos alguna que otra belleza autóctona, aquí hay menos gordos, pero no tantas macizas como se preveía. Puesta de sol preciosa y otra noche de cervecitas sin nada más reseñable.


LOS ÁNGELES (3)

De los Ángeles, nos restaban los Estudios Universal, algo en lo que tenía un personal interés, dada mi pasión por el cine y un recorrido por lo más “in”,  es el caso de Hollywood, Beverly Hills, Rodeo Drive y la playa de Santa Mónica, estos últimos con menos interés, pero con la idea de que hay que pasear y conocer lo más posible no pisando únicamente llagas.

¿Cómo describir los Estudios Universal?, para que darle más vueltas, un tongo; yo esperaba encontrar algo grandioso,  donde se han llevado a cabo las películas de nuestra infancia y juventud, que las contemporáneas ya se hacen en cuartuchos donde los ordenadores obedecen sin criterio a un personal de no más de veinte años, dando paso la imaginación a la técnica en manos púberes.

En realidad el acceso a los estudios, por el gentío, te anuncia lo que luego se hace realidad; no deja de ser un parque de atracciones, donde estas se limitan a un recorrido por el charco donde se rodó tiburón, en el que el original de cartón piedra, no mueve ni a la risa; para seguir con un King Kong a tamaño natural que zarandea mecánicamente la vía, por la que imaginariamente, se mueve el autobús, así como un ficticio viaje en metro, en el momento en que se produce un movimiento sísmico, que hace temblar, atrona e inundar todo alrededor. Todo esto dicho así parece que llama la atención, bueno a los visitantes que nos rodeaban parece que les entusiasmó, a nosotros nos aburrió. Resto de este último estudio de Hollywood, (los demás ya no existen como tal, sus sedes son digitales), el nombre de sus calles que recogen todos los actores que fueron algo en nuestras vidas y en las suyas en los años sesenta, así como sus plazas de aparcamiento, todavía marcadas con su nombre, como si el tiempo no hubiera pasado. Al principio mencioné que fue error por mi parte proponer la visita, y aunque todos estuvimos de acuerdo en acudir, la idea fue mía. Y la decepción por tanto la coloco en mi fichero. Nunca me han gustado los programas tan en boga últimamente de “como se hizo”,  relativo a las películas de estreno. Nunca he querido saber como se hizo algo que es pura magia. El saber como se ha conseguido confeccionar una escena o crear un efecto,  mata la impresión que te deja aprisionado contra la butaca. Aunque he de reconocer que quede gratamente sorprendido por un popurrí de escenas de Terminator, rodadas en 3D, que aparte de la parafernalia montada hasta que te sientas en la butaca, me dejo impresionado, ya que al margen de las gafas de plástico que nos convertían a todos en primos de Groucho Marx sin bigote, no es mi caso que yo al bigote añado la barba, por lo cual guardé la esperanza de parecerme más a su hermano Carlos. El efecto está realmente conseguido, haciéndote saltar en la butaca,  figurada y mecánicamente, eso sin contar con las salpicaduras reales que siguen a las explosiones y los olores y humos de las escenas representadas, ¿Cuál será el futuro del cine?

Huimos de allí a velocidades de ficción, que era de lo que se trataba en un marco tan incomparable, no sin antes volver a rellenarnos de coca-cola, pasta, mozarella, tomate y a saber que más condimentos. Que como siempre me sentó a rayos al ritmo de la impresión causada por uno de los chicos que limpiaba las mesas y colocaba las sillas, vestido al objeto: gorrita roja, pantalones verdes, delantal rojo y camisa verde y unas gafas que harían palidecer al culo de un Mágnum de Pesquera, el chavalito no tenía menos de setenta años………....., ¡país!

Sin dejar el mundo de la ficción, nos dirigimos a Bervelly Hills y Rodeo Drive, así como a Hollywood Boulevard. No sería justo haceros perder el tiempo relatándoos tiendas, todas carísimas, establecimientos de alto standing, parkings que por una hora te cobran 10 dolares, etc. Únicamente destacar en Hollywood Boulevard lo de los pies, las manos, el refrancillo y la firma de los famosos. Si,  aquello de poner en cemento pies y manos, escribir algo y firmar,  que ha sido y sigue siendo costumbre de todas las grandes y menos grandes estrellas americanas y adoptadas del mundo del espectáculo. Unido a las aceras que hasta Sunset Boulevard se ven cubiertas por baldosas decoradas con estrellas doradas y el nombre de conocidos y desconocidos, para nosotros, personajes del espectáculo. Y es que a los norteamericanos, les encanta hacer figurar su nombre sea en donde sea. A lo largo del viaje, no recuerdo si ya lo hemos relatado, las carreteras cada dos millas son adoptadas por personas, entidades o en memoria de alguien, a tal fin un letrero recuerda su nombre,  teniendo la obligación de mantener limpias esas dos millas de carretera,  por medio de una organización que emplea a jóvenes de doce años para tal fin, no me preguntéis más, pero es como lo cuento. Todo, evidentemente,  con el fin de hacer figurar el nombre de vivos, muertos, entidades sociales, privadas o de cualquier bicho viviente que pague a los niños de 12 años su limpieza. Esto se repite en las losetas hollywoodienses que vamos pisando o evitado en función de la admiración que nos hace sentir el reflejado. Posteriormente en San Francisco encontraremos junto al Golden Gate, una zona enladrillada y en cada uno de los ladrillos un nombre y apellidos, algo que se refleja hasta en las listas de muertos de todas las guerras que han provocado y por cierto perdido. Es algo razonable hasta cierto punto, al tratarse de un país tan joven, tan sin historia antigua, donde puede ser historia un presente tan precario y provocador.

A los europeos, (me ha recorrido un escalofrío el escribir europeo al referirme a nosotros todavía con la camisa recién planchada), con tanta historia, desgracias y antigüedad a nuestras espaldas, hoy por hoy nuestro nombre es considerado un bien perecible, a lo más en alguna iglesia, un apunte dedicado a los caídos por España, donde debería rezar a los que cayeron sobre España, que ni la memoria histórica ha conseguido acabar con ellos, que los auténticos caídos por los que cayeron sobre ellos,  todavía no han sido enterrados.

Un poco desanimado por las perspectivas que presentaba el resto de la visita a los Ángeles, y porque no decirlo con ganas inmensas de partir hacia otras sensaciones, visitamos Santa Mónica, la playa de los vigilantes de la ídem; ni que decir tiene que las casetas de la película,  para los vigilant@s cachas y macizas son de atrezo, aquí las casetas son bastantes cutres sobre, eso sí, un playa inmensa y un a modo de paseo marítimo, especie de embarcadero que se interna en el mar, repleto de tiendas, restaurantes y una pequeña tarima al fondo que te permite observar como el sol, un día más, siguiendo el rito antiguo, se esconde entre las rocas de la lejanía. Mientras a nuestro lado un cantante pianista,  desgrana bellas canciones,  que hábilmente hace coincidir con el declive del astro; frió intenso nos acompaña, interno y externo, por momento eterno y a la vez cotidiano.

Cena agradable a orillas del mar, y aun siendo al aire libre con la estúpida prohibición del tabaco. ¡EN TODA LA PLAYA DE SANTA MONICA ESTA PROHIBIDO FUMAR!

Cansado y no muy satisfecho volvemos al hotel, dudando entre salir o quedarnos, el día no había sido fructífero y a mi me perseguía un sentimiento de derrota por el tiempo perdido y las pocas experiencias recogidas. Pero como nunca se sabe en donde la tiene uno. Nos fijamos en un garito, frente a nuestro infame hotel, rezaba Dancing y como a nosotros no hay que decirnos dos veces las cosas, hacia él encaminamos nuestros pasos.

Fue una noche memorable, ¿cómo describir el garito?, después de abonar la preceptiva entrada, a dos seres de ultratumba que tendrían que haber sido pesados en basculas de camiones y por separado,  y recibir el cuño de tintura en nuestras muñecas, que a continuación borre, (ya era una sicopatía), nos encontramos en un salón enorme que recordaba más a un restaurante chino que a una sala de baile. Y claro,  era un restaurante chino, perdón camboyano, donde habían retirado gran parte de las mesas, dando lugar a una pista de baile,  colocando sobre un catafalco, al fondo,  una pequeña orquesta del mismo origen que el establecimiento,  que a ritmos consonantes con su procedencia,  hacían las delicias de más de una centena de camboyanos. Pedimos unos Bacardy con Coca Cola, bebida que no conocían, primero nos trajeron una botella del mencionado ron, para cerciorarse de nuestra comanda y posteriormente llenaron hasta el borde nuestros vasos, obviando la coca cola, ¡para que dar más explicaciones!, trasegamos el ron a lo vivo y nos lanzamos a la pista, donde con extrañeza nos observaban evolucionar con nuestros ritmos latinos, tan alejados de sus orígenes asiáticos. Ellos bailaban siempre en grupo, con pasos medidos y que sirven para todas las canciones, a priori parece que bailan Paquito el chocolatero, pero con sonidos chirriantes y alternando palmas arriba y abajo con cada uno de sus brazos, cruzando sus pies ora a la izquierda, ora a la derecha, ora atrás,  ora delante. En suma fácil de bailar, pero aburrido de reproducir. Me lancé a por la camboyana menos agraciada, ¿Por qué nos empeñamos siempre en centrar nuestra atención en las macizas, cuando estas casi siempre nos consideran transparentes?, pero con cara más simpática y la moví a ritmo cubano, lo que hizo sus delicias y a mi sudar como un cochino,  dado que su peso no era poco y su costumbre de ser llevada menos. Afortunadamente,  una señora, vestida como un samurai a punto de jubilarse,  me arrancó de sus brazos y se empeño en hacer de mi  un Fred Astaire asiático y me mantuvo tres piezas, manita parriba, manita pabajo, pasito a la dere, pasito a la izquierda, uno palante y otro patras. Todo hasta que Edu y Luiggi vinieron en mi rescate y se comieron el marrón consiguiente. Ni que decir tiene que las camboyanas de buen ver, todas tenían bicho y para ellas éramos, como ya suponía líneas arriba,  transparentes, pero con todo y con eso y con los rones consiguientes,  fulminamos una noche memorable a ritmos que harían palidecer a cualquier rapero. Al final de la noche, besos y abrazos y una experiencia única, estar rodeados de charlys, como diría un yanqui, salir sin un rasguño, nadie se mosqueo por nuestra presencia ni por bailar con sus mujeres e incluso en un pequeño fumadero, junto a los servicios, un camboyano chiquitito y cabezón, como casi todos, me invitó a un cigarro y mascullo un “Good dancing”. Increíble como puedes divertirte y hasta entenderte en un mundo sumergido en otro mundo, todo en armonía, simpatía y diversión. Adiós a los Ángeles, ¡Viva Camboya!


RUTA 66 (segunda parte) Y LAS VEGAS (1)

Relativamente descansado de la noche camboyana y contento, iniciamos la huida de los Ángeles, hacia nuestra amada ruta 66. Es imposible describir, aunque me ponga pesado, la sensación de libertad que te invade cuando sobre ella comienzas a recorrer milla tras milla, con un destino claro en el horizonte, pero sin hora para su culminación. Desierto, carretera, viento, bares de carretera, moteros,  que como fantasmas te pasan o se cruzan levantando su mano envuelta en cuero con flecos,  imaginando sus miradas sonrientes detrás de sus gafas de piloto de la segunda gran guerra. Todo es hermandad en esta carretera, dentro y fuera del coche, como si el viento del desierto, que nos azota y  rodea,  nos uniera en contraposición a él, duro, inflexible, provocador en ocasiones con sus montículos cincelados a fuerza de viento y agua.

Dado que nuestro desayuno había sido exiguo y hasta las Vegas, próxima parada, aun quedaban gran cantidad de millas, decidimos desayunar, de nuevo, en otro de sus míticos lugares. Mentiría si dijera que recuerdo, con certeza, el local donde paramos, todas mis notas del viaje, quedaron hundidas en un cajón de un lejano hotel, de este tan lejano país, en un bello cuaderno con tapas de cuero y goma a modo de cerradura y que por cierto me costó un pastón.

Pero los locales son todos de personalidad pareja, no obstante, creo que,  según ascendíamos por la ruta 66 y nos íbamos internando por el desierto de Mohave, más que desierto un estado, durante más de 600 millas sigues viéndolo y pisándolo. Creo recordar que paramos cerca de un pueblo de nombre esclarecedor: Infierno, en un garito localizado en la Devil Rd., es decir, en la carretera del Diablo. Y como todos,  decorado como para rodar una película de sicópatas o caza recompensas, pero único para detenerse a deglutir hamburguesas, patatas y refrescos. Hay que decir que a pesar de la monótona dieta de estos enclaves, serán los lugares donde hemos degustado las mejores hamburguesas y sandwich de toda norte americana y donde el trato es siempre más que  amable, no dejando que se vacíe tu taza de café, (así lo llaman ellos), todo a un precio razonable que haría palidecer a cualquier tasca de nuestro país. En estos sitios todo es inmenso, a la hora de comer, los platos rebosan de comida y ensalada, patatas, carne…….. Para uno que va cumpliendo años y que los placeres se van sobreponiendo, esta sensación es agradable, solo falta fumarse un purito al acabar, algo que invariablemente hago apoyado en un atadero de caballos,  que invariablemente preside todas las salidas de estos bares de carretera, en ausencia de caballos, han dejado sus aparcaderos donde reposar la espalda de fumador,  mientras disfrutas del paisaje árido,  al unísono que el humo te invade en una sensación de gozo y libertad que ya no se consigue ni con un buen polvo, de ahí la superposición de placeres fruto de la edad.

De nuevo la emoción de volver a la ruta y poner meta a las Vegas. A priori tampoco era un lugar que me entusiasmara, pero para un aspirante al conocimiento de la naturaleza humana en todas sus facetas, no dejaba de ser un destino atrayente. Un  lugar donde se mueven a diario millones de dólares, donde tienen lugar las actuaciones de los artistas más importantes del mundo, se anuncian actuaciones desde Bon Jovi hasta Bono, pasando por Sting y todo en medio de un puto desierto salpicado de casinos-hoteles con más de tres mil habitaciones cada uno, de formas y diseños, que pasan del cuento de hadas, al antiguo Egipto, sin olvidar Roma y su poderío, para llegar a una edad moderna de bucaneros y piratas, en suma, la mente de un niño, diseñando,  a las ordenes de un magnate/mangante/mandante (¡qué idioma el castellano!, pagando. Pero ya llegaremos. Y lo haremos al caer la tarde,  que es cuando hay que llegar, cuando están ya todas las luces encendidas, todos los carteles parpadeando, todas las ofertas llamando a los clientes, a las manadas de clientes que durante el fin de semana, (llegamos en fin de semana), acuden desde los lugares más lejanos de este continente-país. Y de más allá, sus calles están pobladas de sudamericanos de todos los orígenes, eso sí, con cierto poder adquisitivo, requisito único solicitado, un cierto poder adquisitivo, para que engrosen las arcas de esta cueva de Ali Baba recreada en un desierto lejano a su Arabia natal.

Repito, hay que llegar cuando las luces del día caen y se encienden las de la noche,  mucho más potentes que las del sol, cuando los coches iluminados y enormes, algunos de más de 8 metros,  recorren sus calles, calles intransitables para peatones que son conducidos por ascensores y pasos elevados de casino-hotel en casino-hotel, estándoles vedado pisar las calles. Varias veces intenté transitar por sus calles y es un trabajo arduo, ya que todos los caminos conducen al juego, alma de esta ciudad. Fruto de ello los precios más bajos, de todo el viaje, en alojamiento y comida. Acampamos en la pirámide de Keops, Luxor lo llaman que con las mismas dimensiones que la del mítico faraón, aparece cubierta de cristal negro, con dos edificios anexos de la misma envergadura, dando un hortera pero majestuoso enclave,  al contrastar con el resto por su seriedad; ¡imaginaos el resto!: el Castillo de Excalibur, sacado de una película de Disney, con sus torrecitas en punta y sus paseos de ronda realizados a bocados, como si de un gran pastel de cartón piedra se tratase, con su puente levadizo siempre bajado e incansable tragador de individuos de todo pelaje, deseosos de rebajar el peso de sus bolsillos. Junto a él, el New York-New York, un compendio de colosales rascacielos que imitan el centro de la city y que son recorridos de punta a punta por una montaña rusa de diabólico trazado, todo observado por una réplica de la estatua de la Libertad que mira atónita el conjunto. El mal gusto es algo que preside todas estas construcciones y repito todo ¡en el puto desierto!

Nos alojamos en una habitación bastante lujosa, los tres por 135$, menos de 100 euros tres personas!!!, pero aquí todo es así, puedes comer en un buffet libre por menos de 9€, recorriendo mostradores y mostradores, hasta el punto de no saber que coger para llenar la andorga y terminar cansado de tanto andar. Todo está conducido y diseñado para que juegues y por ello te subvencionan cualquier gasto al margen de este.

Para las Vegas he decidido no hacer un recorrido cronológico, no tiene sentido, en las Vegas no hay diferencia entre la noche y el día, el trasiego es el mismo y sería estúpido dedicarme a realizar una cronología de sucesos, anécdotas y sensaciones inherentes. Prefiero hablar de las Vegas,  de lo que en ella sucede y de lo que la mente y el corazón sienten en este Camelot de cartón piedra,  que atrae como un imán a estas mesnadas de siervos de la gleba. Pero eso será otro capítulo.


LAS VEGAS Y 2

No es un parque de atracciones, no es un paraíso, no es un lugar de ocio, no es un lugar residencial, no es una ciudad al uso, ¿Qué coño son las Vegas?

Es todo lo anterior y más, lo cual no quiere decir que sea bueno, aunque en puridad tampoco malo; cada uno va a donde quiere, hace lo que quiere y disfruta como quiere………..algo que no es poco en este puritano país.

Es quizás la ciudad con menos presencia policial de todas las visitadas hasta ahora, seguramente la seguridad debe ser cubierta por el personal de los casinos-hotel, cuyas indumentarias confunden al policía oficial con el privado. Derivado de ello seguramente crearon la serie C.S.I., para mostrar al mundo que al menos la policía  estatal también existe, pero yo no la he visto.

La ciudad ocupa una extensión enorme, lo pude comprobar el día que decidimos realizar un viaje, en helicóptero, a la parte final del Cañón del “Colorao”. Yo me inclinaba por la avioneta, pero la democracia es lo que tiene o la acatas o te piras por tu cuenta. Acaté y me dormí, como lo leéis. Era la primera vez que subía en helicóptero y aunque mis preferencias, anteriormente expresadas, eran otras,  no voy a negar que me molaba eso de elevarme sobre el resto de los mortales, aunque en este país es fácil,  aunque sea en sentido figurado.

La ascensión fue bien, pero el recorrido tedioso y yo me dormí, pero con ronquidos y todo; la velocidad o la sensación de falta de esta era tan absoluta,  que aquello parecía un balancín de bebe, más que una máquina voladora, yo diría para este caso flotadora. Nos depositaron, sobre una meseta, en la parte correspondiente a la reserva india del Cañón,  nos dieron unas cestitas con bocadillos plastificados, una manzana y una botella de champán, de por aquí, para compartir entre siete, todo en magnificas copas de plástico. Otra vez parriba y otra vez sopa, esta vez quizás fue el champán, que no alcanzaba la categoría de champagne, ¿pero y a la ida?

He de decir que tanto para ir del hotel, como para volver a él,  nos transportaron en limusina; otra gilipoyez que se han inventado por estos lares, ¿para qué hacer un coche tan grande, al que se accede por una sola puerta de coche normal, por tanto pequeña,  y que para acomodarte a lo largo de su extensión has de ir arrastrando el culo como un mandril, eso sí, sobre cuero?

Sobre el viaje no más comentarios que a los compays les gusto. Compramos hasta el DVD del viaje, que estoy deseando que llegue para cerciorarme de si es verdad que ronco al volumen que estos me achacan, ya que yo lo único que hice en este “peligroso” viaje fue dormir. No obstante y como os iba diciendo, logré, antes de caer en brazos de Morfeo, tener una visión magnifica de todo el conjunto de las Vegas, compuesto por el cogollo de los Hoteles-Casino, que son rodeados por una multitud de casas, casitas, caravanas y caravanitas, de todo el personal que vive en relación a la actividad que en ella se desarrolla, y se desarrollan muchas, en este lugar donde con dinero puedes conseguir LO QUE QUIERAS, y como colofón a ello, la frase que más se repite es: LO QUE PASA EN LAS VEGAS SE QUEDA EN LAS VEGAS. Por ello es lo más parecido a Sodoma y Gomera que hay sobre la faz de la tierra, o al menos que yo conozca.

Recorriendo, iba a decir sus calles, sus pasos elevados, sus escuetos caminos, te obsequian con variada propaganda que te muestra que por menos de 40 dólares te ponen una tía en la habitación del hotel, supongo que para las drogas no habrá más dificultad, ya que aunque ambas actividades están prohibidas en las Vegas, son vox populi, su consumo. Nada que ver con Laughlin, aquí hay dinero de verdad, menos jubilados y más vistosidad, no así en el caso de los transeúntes y visitantes de casinos. Recuerdo que Eduardo nos recomendó echar una camisa para entrar en los casinos. Pues bien  una de las noches ¿o quizá ya era de día?, que volvíamos al hotel, tuvimos una visión………….. ¿cómo describirla?, si , era una anciana, llevando un top que le tapaba escuetamente sus colgantes tetas y una exigua braga que a duras penas sobrevivía al roce de sus gordas y lánguidas piernas; sobre los hombros un chal que resaltaba sin tapar,  el conjunto que se elevaba sobre unos tacones de 14 centímetros. Toda pintada como un Picasso recién restaurado,  en tonos plateados en consonancia con el breve atuendo que portaba. Así que la camisa me la puse para que se estirara un poco, que llevaba mucho doblada. Tipos con bermudas, gorras de béisbol con mierda de 40 partidos, mujeres, algunas casi niñas,  con minifaldas y escotes  sobre anatomías imposibles. Todo un jardín del mal gusto,  donde todo el mundo va comiendo y bebiendo por la calle en vasos de medio metro de los que surgen  pajitas de metro y medio. Gritos y  risas desaforadas que contrastan con el interior de los casinos donde el sonido es el de las máquinas, ruletas, crupieres y el tintinear de las fichas de colores que cambian de mano en mano. En realidad, es una sospecha bastante contrastada,  todas y cada de estas fichas tienen un destino: caer en manos de la mafia,  dueña y señora de este triste y a la vez risueño lugar de la tierra.

Dentro de estos desastres de la guerra por el dinero, hay que comentar el casino para niños que visité. No es que los niños me merezcan especial consideración, téngase en cuenta, que invariablemente, salvo casos de selección natural, terminan haciéndose mayores y por tanto portadores de las epidemias que asolan al género humano, la vulgaridad, la envidia, el egoísmo, soberbia, etc., etc.

Pero es muestra, una vez más, de lo listos que son estos cabrones; dentro del casino de mayores, por llamarlo de alguna manera, hay un pequeño casino en el que las máquinas funcionando con dinero de curso legal dan los premios en cupones,  llamados smiles, ósea sonrisas, y con estas sonrisas los peques pueden cambiar,  en un mostrador a modo de tómbola,  diferentes regalos tipo peluches y demás zarandajas; es una inversión, no podemos olvidar que estos nenes son los perdedores del mañana.

Deambulaba yo por este minicasino, dándole vueltas a estas ideas,  mientras los descerebrados de mis compays surcaban el New York- New York por el cielo,  subidos en la montaña rusa, de la que salieron descompuestos a punto de echar la pota. Pero tuve que abandonarlo dado que mis miradas de loco, supongo, observando a los nenes dejarse los dólares, alertaron a varios padres que quizás pensaron, como es tónica en este remilgado país donde está permitido todo, pero a escondidas, que yo los miraba con otros fines. Así me fui a deambular por el casino de “mayores” y alucine en colores, esta vez para bien, con la réplica a tamaño natural de calles del Bronx, con sus escalinatas, portales, tiendas, callejones, etc., todo en un paseo trufado de pizzerías de verdad, Starbucks y demás comederos públicos. Si el arte que tienen para recrear con fidelidad, lo utilizaran para crear y hacer más vivibles los espacios y sus vidas, este sería el país de la tierra más apetecible para vivir, pero son como son, y en las Vegas sólo se puede decir que impresentables.

Por último y para terminar con las Vegas, todas las mañanas, como ya era costumbre, antes de las 6 a.m. yo ya estaba deambulando, máxime en un lugar donde se puede fumar en todas partes, casinos, bares, restaurantes, servicios…………………… y como buen compañero de viaje, antes de subirles el desayuno del Starbusch , localizado al lado de los ascensores, me resultaba un placer deambular por el hotel, cuya recepción parecía más una estación de tren que un hotel, una decena de ventanillas permanentemente abiertas donde continuamente, a cualquier hora, está entrando y saliendo clientes, por diversos motivos claro, los que llegan para quedarse, los que quieren una para follar ya que la noche se ha dado bien, los que se han quedado sin dinero y se van. Los que acuden a casarse, una boda ronda los 200$, Edu dice que no tienen validez legal, pero Roicito se caso legalmente por Iglesia y Estado y tampoco su primera boda tiene validez legal, así que para el caso, aquí es más barato y encima puedes ir vestido como te dé la gana. A mí me gustaría casarme vestido de Mónica Naranjo y que Olga fuera de Salma Hayek; si ya se, alguno dirá: ya le sale la vena gay. No queridos,  quiero una noche de miel totalmente “Lésbica”. 

En suma todo un gran bazar, donde los recepcionistas no paran a ninguna hora del día este trasiego infernal.

En esto estaba cuando escuche un buenos días a mi espalda, era un tipo un poco fuera de lo común, para lo que por allí había, ¡llevaba camisa y corbata!, de mi edad aproximadamente y de gesto agradable. Contesté sus buenos días y mi cerebro comenzó a maquinar, ¡era una fuente de información en potencia!, una fuente a la que había que exprimir, pero con educación,  para que no se notara mi avidez.

Era mejicano, pero había vivido muchos años en Barcelona, con lo que su castellano, levemente acatalanado, era impecable. Extrañado le pregunté qué hacía allí, ya que su planta y maneras no pegaban con el resto, a lo que él me contestó: que yo estaba en las mismas circunstancias. Pasaré de los preámbulos, que a toda conversación cortés que se precie anteceden, el visitaba las Vegas todos los años, estaba casado y me puntualizó, para que no hubiera dudas, que quería a su mujer e hijos, tenia 2 adolescentes, pero todos los años necesitaba dejarse caer por allí, donde haciéndose pasar por español, conquistar a alguna compatriota suya, únicas mujeres,  que a parte de las putas que abarrotaban el casino de madrugada, merecían la pena; a las americanas habría que considerarlas de segunda clase, por lo menos en esta ciudad y tanto por sus maneras como por sus vestimentas.

Las Vegas recibe a miles de mujeres de todas las nacionalidades que, según me contó, visitan esta ciudad buscando el desahogo de perder de vista a novios, maridos e hijos por un fin de semana y dejarse llevar, por manos extrañas, a situaciones soñadas,  pero vedadas a su moralidad en cualquier otro lugar. Según me contó los españoles somos de éxito en las Vegas, yo le dije,  ya que nos íbamos ese día: ¡coño pa haberlo sabido antes!

Entre risas, el misterioso personaje, me refirió que acompañado de amigos, frecuentaba anualmente este enclave para dar rienda suelta a las fantasías que ya en “su dulce  y deseado hogar” no encontraba.  Al ver su cara de sosiego, cara que se nos pone a los tíos cuando hemos pillado cacho, me aventuré a preguntarle que tal había ido la noche. Y no dudo en relatarme como él y un amigo catalán habían conocido a dos mejicanas, dulces como la noche, frescas como una mañana en Jalisco. Y con las que pasaron una bonita velada de ¿amor?, sin nombres, sin teléfonos, sin tristes adioses, para que el olvido y el desconocimiento sucediera al encuentro, quien quita la ocasión quita el peligro, que no era caso enamorarse en una noche. Que el polvo no había sido para tanto, pero que la sensación de conquista lo compensaba todo y  el hecho de poseer algo que a continuación va a dejar de existir en tu vida, es una sensación incomparable por perecedera y extinguida en sí misma.

Aun nos tomamos un café, me hablo de su natal Chiguagua, de sus mujeres, de sus fiestas, y de las Ramblas y el Barrio Chino barcelonés. Nos estrechamos la mano como dos extraterrestres en un planeta ignoto, antes de partir en sus naves hacia galaxias entre sí lejanas. Les subí el desayuno a los chicos, que quedaron sorprendidos y agradecidos, por el café y los bollos, no por el relato, del que se enteraran ahora.

Lo siento pero, “no siempre lo que pasa en las Vegas, se queda en las Vegas”,  amigo Venusiano, perdón Mejicano.


DE LAS VEGAS A YOSEMITE POR EL VALLE DE LA MUERTE

Sumidos en una bruma mental, producto quizá de tantas y variadas impresiones en un tan corto espacio de tiempo, resultado de los tequilas, Bacardys a la Coca-Cola, Margaritas a las rocas, Tequilas y Coronitas trasegados en el Coyote Ugly o del mucho sueño y el fuerte sol del asolado Mohave, abandonamos las Vegas con la nostalgia de nuestro dinero dejado en la ruleta y en las diversas máquinas tragaperras, quizá también de no haber sido deseados por ojos ávidos de aventuras, pero con el placer que siempre acompaña al viajero, el de continuar su camino.

Cogimos la estatal 95 en  dirección al Valle de la Muerte, ¡joder que nombre!, y que, por cierto,  en nada defraudo nuestras expectativas. Con poco camino recorrido una señal nos frenó Indian Sprigns. No sé a vosotros pero llevó ese nombre clavado en la mente, tras tantas películas y telefilmes en los que este enclave aparece como protagonista de tantos y tantos guiones. También por ser el enclave de una base de Marines igualmente publicitada. Con lo cual frenazo y a desayunar de nuevo.

 El local, sorprendente, un restaurante de carretera repleto de máquinas tragaperras, donde dejé mis últimos billetes de un dólar con el resultado de siempre, perderlos. Esta sala de “máquinas” daba paso a un destartalado restaurante vuelto a sacar de “Peggy Sue se caso”, mesas que surgen de la pared dividiendo dos divanes encarados y encarnados en plástico de mil culos. Amablemente la camarera nos repartió un diario a modo de hoja parroquial, que me apresure a guardar en mi morral de documentación, para luego de su análisis verter las consecuencias pertinentes, acertadas o equivocadas,  en mis futuros Apuntes Americanos. Poco después volvió para anotar el pedido y al vernos desorientados, es decir con cara de gilipoyas,  sin saber que pedir, nos indicó que “la hoja parroquial” a modo de periódico, era una manera simpática de presentar la carta. Avergonzado saque la hoja perfectamente doblada entre mi material de documentación y le pedimos tiempo para su examen. Ni que decir tiene que ya no volvió. Me hice el machito y pregunte a mis amigos que deseaban, ya iba haciendo mis pinitos en inglés-apache, y fui a la barra armado de valor pero con poco fundamento. Me recibió una hidra con cabeza de medusa, a la que Hércules habría guillotinado, aún en el conocimiento de la duplicación de sus cabezas a cada decapitación. Le pedí café, coca-cola y palitos de queso mozzarella rebozados; contestándome con unos ostensibles movimientos de cabeza, lo que la llevo a alborotar sus tentáculos medusianos y todo coronado por una sonrisa tan estúpida, como escandalosa,  que yo achaqué a mi “estupendo” inglés. De ahí al baño, que el pis acuciaba. A mí vuelta la mencionada Hidra estaba profiriendo las sonoras carcajadas ya conocidas en nuestra mesa, todo resultado de mi inglés, de tanta calidad, que le decidió a contrastar mi comanda con mis compañeros, más certeros y avezados lingüistas americanos.

Al fondo del local, varios marines, de la base cercana,  en traje de faena deglutían su desayuno-almuerzo, resto camioneros y viajantes.

Volvimos pues al Mohave, con el destino claro en nuestras mentes y en mi caso inundado de emoción, hacia el Valle de la Muerte. Su extensión es menor al de Mohave, no en vano forma parte de este, pero superando los 300 km. de extensión, siendo su zona más árida.

 Al parecer con la conquista del Oeste, hacia él se dirigieron hordas de individuos en la creencia de existencia de minas de oro y otros minerales cotizados en su subsuelo. Casi todos ellos, hoy, forman parte de su sustrato salino, murieron prácticamente todos, localizándose únicamente minas de Bórax, de valor más exiguo,  pero que todavía se explotan en la actualidad. Es así un desierto tapizado de muertos y no podía ser de otra manera, se considera el lugar más seco, árido y cálido de la tierra, donde las temperaturas registradas han llegado a más de 65º centígrados, siendo así imposible cualquier tipo de vida animal o vegetal. Pero ya se sabe como es el hombre y más si quiere cambiar su suerte, cumplir con lo que por aquí llaman “el sueño americano”. Es capaz de morir en el empeño y en este caso lo hicieron en gran número y yo creo que a sabiendas.

Nadie que respire este aire,  que se introduce en los pulmones como plomo derretido, puede pensar que allí se puede sobrevivir mucho tiempo. Con lo que se asistió probablemente al mayor suicidio colectivo de la historia en la persecución de un fin, hacerse con fortuna, ser alguien, emblema del país y algo que desgraciadamente nosotros estamos importando. Sin saber que ser alguien no es tener más, es vivir mejor con uno mismo y que esto atraiga a los demás, en el pensamiento de que tu paz y sosiego puede ser una herencia, que la cercanía a ti puede otorgar en vida. Porque realmente eres alguien en función de lo que sientes en tu interior y sienten los demás hacia ti. Solo es mirada la  que es admirada por otra mirada.

El Valle de la Muerte, hoy es un parque nacional, algo a lo que son muy llamados esta gente. Todo lo que tiene mínima relevancia es parque nacional, monumento nacional, punto de interés, etc. Es el caso de todos los enclaves naturales, es lógico, no tienen un circo romano, no tienen un yacimiento del bronce antiguo, no tienen ciudades griegas, no tienen cementerios cartagineses, todo lo que tienen no alcanza 3 siglos, por lo que se vuelcan en la naturaleza que ha estado modificándose durante milenios, dando testimonio de su permanencia.

Como parque nacional, esperábamos, de un momento a otro,  la aparición de una batería de taquillas y taquilleras, en las que sacarnos los devaluados dólares consiguientes, pero para dar una idea de lo inhóspito del lugar,  solo una especie de cajero automático junto a un panel de información, indicaba que el abono del mismo debía hacerse con tarjeta de crédito, y todo exento de personal humano que no habría cumplido ni un trienio en este trabajo. A pesar de que todos los coches pasaban de largo y por urbanidad,  aliñada de miedo a las consecuencias de no pagar la entrada, restamos crédito de nuestras tarjetas y abonamos la entrada del parque a la metálica taquillera.
A partir de ahí una sinfonía de colores que van del rojo, al amarillo, pasando por el gris, el negro y todo atravesado por un blanco resplandeciente, un blanco sal que hace del horizonte una continuación de un cielo igualmente blanco y brumoso, resultado del estallido solar sobre su superficie. Recorriendo sus pistas, más que carreteras,  dentro del coche con su aire acondicionado,  uno se siente como el primer astronauta que llego a la luna, suponiendo que hayamos llegado. No es posible imaginar la bofetada de calor que recibes al descender y pisar su suelo polvoriento no apto para ningún tipo de animal o planta. Un viento cálido que quema los pulmones por dentro y eso que hoy solo rebasábamos ligeramente los cuarenta grados. Pero todo te inunda de paz, la paz de la nada. Alguien seguramente, casi todo esta enunciado,  habrá dicho que lo atrayente de los desiertos es su falta de humanidad y si no lo dijo alguien aprovecho para apuntármelo, que no deja de ser un pedazo de frase.

Su falta de humanidad es lo que realmente atrae y embelesa, son sitios para pasear en soledad, para hallar los nortes y sures de cada uno. Y eso lo proporciona con creces el Valle de la Muerte, en el que os podría hacer un capítulo de puntos de parada que vienen señalados en todas las guías, pero si ya vienen en las guías ¿a qué viene que os guíe?, dejaros llevar por la imaginación: sal serpenteante, sus caminos de tierra, sus rocas rojas multicolores, ese sol que abrasa hasta las entrañas tan encerradas en nosotros. Todo hasta llegar al Badwater, parada obligada para sentirse realmente hormiga a punto de extinción. Su nombre le viene de un lago subterráneo que surge, pero que no da la vida, son aguas sulfurosas y por tanto no aptas para el consumo. Y por milagro de la vida es uno de los pocos lugares donde se da la vida, existe en sus aguas un pequeño caracol que merced a la adaptación vive y bebe de sus aguas; esto es a lo que yo llamo un autentico milagro de la naturaleza. Pero no olvidemos que a la par, junto al lago,  nos encontramos en el lugar más profundo del planeta a cielo descubierto, a prácticamente cien metros por debajo del nivel del mar. Que más se puede pedir a este pedazo de nada en el que está concentrado todo y en el que estoy seguro,  hasta los espíritus más inquietos encontrarían la paz, unos momentáneamente por su paso, otros eternamente si se quedan un rato.

A partir de ahí, solo caminos de tierra por los que el coche traquetea y que nos hace temer,  dada su condición de alquilado, por su mecánica interna. Una avería por estos lares, significaría, sin exagerar,  la muerte segura. Ya no nos cruzamos con ningún coche, solo desierto a ambos lados del polvoriento sendero, los móviles sin cobertura. Aquí,  solo las colinas tienen ojos.

Pero como podéis comprender no pasó nada y terminamos aterrizando en un bar de carretera al límite del Valle, en donde nos enjugamos en frescas Bud, sobre las que pusimos a flotar unas ricas hamburguesas con doble de patatas. Aún bajo el porche del bar, el desierto nos recordaba que bastaba con elevarse unos grados centígrados más, para que cayésemos a sus pies suplicantes.

El primer error del viaje estaba a punto de suceder, concedimos más credibilidad a Betty Tom Tom, que a la ruta previamente diseñada en el  mapa y esto nos llevó a tener que prescindir del parque natural de Yosemite, pero siempre hay que dejar algo para ver en otro próximo viaje, este fue sustituido por el Lago Tahoe, que visitamos en su lugar al día siguiente, ya en camino hacia San Francisco, último capítulo de nuestros apuntes.


SAN FRANCISCO

Habiendo casi rebasado los 15 días de periplo, el cuerpo ya empieza a resentirse y la mente no le va a la zaga. Las vivencias se acumulan, los roces también, ocupamos más tiempo en intentar malvivir con nosotros mismos, que en convivir, principio y final de las autenticas vivencias.

Pero el colofón fue perfecto, S. Francisco. Dentro de lo que hemos recorrido, es la perla de la corona. Parece que estás en Europa, pero en una Europa de más fuerza, de más juventud. Esa es la primera impresión que recibes al recorrer sus calles, observar a sus gentes. Es una ciudad para perderse entre sus callejuelas empinadas, sus tranvías lisboetas, sus trolebuses centroeuropeos. Sus jardines, sus parques de nombres tan rotundos como Presidio o Golden Gate; mismo nombre que recibe su puente, compuesto de kilómetros de cables, que como traviesas, sujetan su imponente estructura metálica. Y todo en un color rojo mínio del que  su nombre surge, Puerta de Oro. Puerta que a la mañana es absorbida por la bruma de la bahía dejando ver sus pináculos y por las tardes abducido por la niebla que solo deja ver sus pilares. Cobrando autentica vida con el medio día, cuando el sol le empapa de ese color vivo y abrasante, como una Puerta de Oro que se puede admirar prácticamente desde toda la costa de la ciudad, cerrando el paso de un Bósforo imaginario.

En San Francisco encontramos los mejores restaurantes, aprendimos que la comida china puede ser alta cocina y que las Langostas, (otra vez por obra y gracia del Espíritu Luiggi), Termidor, aconsejadas por Edu, son un plato exquisito, máxime cuando no has tenido la suerte de probarlas nunca.

Aprendí que el vino de California si es bueno, ósea caro, es realmente bueno y que los camareros de antaño todavía existen: enfundados en delantales blancos, discretos sobrios y en ocasiones, creo que mal adiestrados, se presentan como más señores que los comensales.

Recorrimos también brevemente, por desgracia, el barrio de Castro, barrio emblemático del colectivo gay más importante del mundo, donde sus casas y calles son un ejemplo de buen gusto y armonía. Madera suavemente labrada que envuelve ventanas de cristal convexo,  que  dotan de un tinte mágico al resto de la estructura.

Qué decir de sus empinadas calles por donde nos deslizamos a más de 80 por hora, rebotando en sus cambios de rasante, no en vano se nos jodio el coche y nos dieron uno nuevo que decidimos, bueno decidieron, poner a prueba, en varias impresionantes bajadas y en mil y una revueltas.

Si bien en el resto de ciudades realizamos un recorrido, examinando lo más reseñable de cada una, en San Francisco nos dejamos llevar por sus calles, sus paseos, sus tiendas. Por su barrio chino, autentico barrio chino, donde se agolpan garitos de masajes tailandeses, junto a tiendas de ropa,  que hacen esquina con chiscones donde los remedios de su milenaria medicina se agolpan en los anaqueles.

Restaurantes, como ya he apuntado, que le dan otro nivel a la repetitiva comida china y donde tienes oportunidad, si reflexionas un poco, o tienes la capacidad para ello, que la reflexión es hija primogénita de la imaginación y del raciocinio, de dejar de mirarte el ombligo y ver que la vida tiene una magnitud diferente para cada uno.

Me refiero a un episodio que me dejó una marca indeleble  y creo cambio un poco la perspectiva del viaje, de mi visión personal y  del entorno. El restaurante, por primera vez daré un nombre, no así su dirección,  quien quiera que la busque, NANKING, es un compendio de buen gusto culinario que haría las delicias de cualquier Gourmet y en el que un amable camarero-dueño tomo las riendas de nuestra cena ofreciéndonos lo mejor de la carta.

Al ser las mesas corridas y no existir separación entre ellas, junto a nosotros, como pude saber después, una madre y una hija inglesas degustaban su cena. Observé por el rabillo del ojo como la hija, miraba de soslayo los platos que iban llenando nuestra mesa y no dudé en ofrecerle probar cualquier plato de los que nos eran servidos, en ese momento me volví hacia ella.
Hasta ese momento no había tenido oportunidad de contemplarla, tenía una cara dulce  y sonriente, aunque triste, un pañuelo cubría su cabeza como una musulmana convertida por la fuerza de su salud. Sus cejas eran inexistentes, estaban pintadas, sus ojos de un color azul añil en aguas, mostraban lo mucho que por ellos transitaban las lágrimas. En un instante comprendí su situación y no supe que decirle.

Como si el espíritu santo, suponiendo que existan los espíritus y  encima sean santos, se hubiera aparecido en la mesa y nos hubiera concedido el don de las lenguas, me habló en un castellano entrecortado. Fue cuando me contó que estaba con su madre pasando unos días en San Francisco, que le encantaba la comida china y le parecía una ciudad preciosa. Yo por primera vez en mi vida me quede mudo, para a continuación balbucear en un entrecortado castellano: que de donde eran, Inglesas, me contestó y yo con una verborrea imparable comencé a relatarle nuestro viaje, nuestras impresiones de los lugares y las gentes, dándome cuenta que no paraba de hablar porque no sabía que decir.

No sabía que decir a alguien que cuando yo escriba estas letras quizás haya muerto, quizás este agonizando o contando los pocos días de vida que le quedan, aunque también, puede que  haya vencido la enfermedad. Alguien que con una sonrisa tan dulce, desprovista de cabello y cejas,  perdía el precioso tiempo que le quedaba en hablar conmigo que no tenía nada que decirle. Por más que insistí no accedieron a probar nuestros platos, más por vergüenza que por ganas.
Yo sin saber como continuar una conversación, que por primera vez en mi vida me dejaba sin palabras, no se me ocurrió nada más y nada menos que preguntarle si conocía algún sitio, por la zona,  para tomar algo, me volvió a sonreír como diciéndome: yo no salgo por las noches, vengo con mi madre para realizar este viaje, quizá el último de mi vida y la quimioterapia no me deja fuerzas para deambular por las noches.

Se despidieron de nosotros, ellas con su sonrisa yo con una mueca imprecisa, quedándome un estado de ánimo nuevo para mis sentimientos, el del adiós de alguien que se está despidiendo de todo y a la que ya nunca volverás a ver, ni tan siquiera por azar.

Esta experiencia que puede parecer exagerada, por lo que me hizo sentir,  dio un cierto vuelco a mis principios. Así un cristiano abogaría por la comprensión mutua de todos los mortales,  ya que la vida es breve y en cualquier momento hay que rendir cuentas al creador. En mi caso, muy al contrario, me plantee que todo lo que viva desde ahora y hasta que “la parca pise mi huerto” ha de ser real, nada tiene que ser fingido, ni el amor, ni la amistad, ni el cariño. Que se había terminado transigir por conservar, que solo querría a quien me quisiera y solo ayudaría a quien lo mereciera y respetaría a quien me respetase, que todos tenemos nuestras cuitas y problemas por los que podemos pedir y hasta exigir ayuda, pero que tenemos que estar dispuestos, a quienes nos dedican su cariño y su tiempo a devolvérselos multiplicados por millones.  Y por primera vez, en todo el viaje,  me mostré impertinente en la mesa con mis acompañantes por una postura adoptada por uno de ellos.

 Todo esto me explicó esa desconocida de pelo hurtado,  sobre cejas inexistentes y sonrisa doliente. Gracias si has conseguido sobrevivir y si te has ido descansa en paz. 

Otro episodio mencionable tuvo lugar en un Taquería mejicana en la calle donde nos alojábamos. Como estuvimos varias noches en San Francisco, en una de ellas decidimos explorar esta zona,  según avisos y guías, insegura. Se trata de la zona de Missión, calle que aunque nace en el centro, al contar con más de seis mil números, a partir del  tres mil, se convierte en barrio de latinos y negros, derivado de lo cual vienen las advertencias. He de decir que, personalmente, no me pareció ni más ni menos insegura que el resto, ahora bien, aquí las patrullas de policía, continuas en el centro, brillaban por su ausencia, es decir era un barrio dejado a la mano de dios, quizá de ahí su nombre Missión.

En esta zona nos alojamos en un motel que haría las delicias de Bardem en “No es país para viejos”, donde un chino cabrón, me hizo firmar un papel por el que me comprometía a abonar una multa de doscientos dólares si fumaba en la habitación, algo que hice para no entrar en conflicto con mis compañeros de viaje. Pienso que la ley existe como tal y no hay que firmar nada que apoye lo que ella preceptúa, ¿debería haber firmado otro papel en el que me comprometía a no matar a un chino cabrón en el Motel?
Pues bien volviendo a la Taquería, allí conocimos a un pequeño mejicano, de Chiguagua, en estatura que no en vivencias, nos refirió que por andar con “malandros” en Chicago, estuvo dos años en la cárcel y que después de recorrer prácticamente todo Estados Unidos, ahora gracias a Dios, (se había vuelto bastante religioso, aunque según hablaba con nosotros no dejaba de mirar los culos y las tetas de las aves nocturnas que rondaban la zona), había cambiado de vida. Pues bien,  nos bosquejó sus dos años de cárcel y la verdad no se los deseo a nadie, debe ser un paseo a su lado Alcalá Meco.  Ahora trabajaba 16 horas diarias en dos trabajos diferentes, para poder pagar el alquiler, estando al parecer todavía en busca y captura por algo que no quiso dejar muy claro. Quería asentarse en Canadá, y aunque  los problemas que le llevaron a Chicago ya habían pasado, (algo gordo hizo en Chihuahua,  donde le querían dar matarile), no quería volver a Méjico y si empezar una nueva vida lejos de allí.

Largo camino le quedaba,  que su Dios le guié y a ser posible lejos de “malandros” y penitenciarias, hacia las mejores quesadillas que comí en el viaje.

San Francisco podría llenar páginas y páginas, de hecho cualquier guía a vuestro alcance lo hace, pero es una ciudad con una vida interior que hay que recorrer y patear, pasar una tarde contemplando sus leones marinos del Pier, que han decidido quedarse allí por algo, para disfrutar esta maravillosa ciudad donde tan cómodo y doliente me he sentido.


EPILOGO

Solo unos minutos parado ante el Macys, grandes almacenes que ya hemos mencionado para Chicago, me proporcionó una instantánea de una ciudad, San Francisco, y un país: Desde el negro sin techo, (aquí abundan más que en el resto de Estados Unidos, porque aquí nadie se ocupa de apartarlos de la vista, ¡ojo! tampoco socorrerlos), que alza su vaso de papel para recibir unas monedas, hasta el empleado de los almacenes,  perenne en la calle con su trapo y bote de limpia cristales, limpiando continuamente las puertas de entrada para borrar cualquier huella que los mancille entre tanto trasiego de potenciales clientes. La ejecutiva bellísima que sobre tacones de aguja habla al móvil con energía y que se vuelve extrañada al sentir mi insistente mirada. Pasando por los jóvenes que, por primera vez,  veo besarse en la calle, con pasión, con ardor, ¡coño como se deben besar los jóvenes!

A la par, sin importarles miradas e incluso ser fotografiadas, dos negras de más de 1,90 sobre zapatos estratosféricos,  menean unos culos inmensos que las mallas negras no consiguen contener. Están al margen de todo y de todos, como diciendo: si no os gusta lo que veis no miréis, mientras bambolean unos pechos que podían dar de comer a un país entero.

Y al fondo Norteamérica se acerca sujeta por la correa de su dueño, es un bóxer imponente, con una cabeza broncínea y un aspecto amenazador, sin color determinado, en el que se mezcla el rojo, con el negro, sobre un fondo blanco, ¡que metáfora!  Pero en su apostura algo falla, si, le falta una pata, solo tiene tres patas, la cuarta está cercenada a la altura del tronco,  y por fin comprendo que eso es este País. 

Un animal joven, fuerte, poderoso, fiero, fiel, mezcla de muchas razas, de muchas gentes que no tienen nada en común,  con una mayoría en precario; nada tiene que ver un habitante de caravana de Colorado, con los que malviven en chabolas a las afueras de Chicago, o con las habitantes de casas prefabricadas en Arizona, ni con los potentados de California, pero que rezan bajo una misma bandera, lo que les da sensación engañosa de unidad y libertad, libertad para morir de cualquier manera y en cualquier guerra, libertad para trabajar hasta el fin de sus días, libertad para visitar un hospital si tienen dinero, libertad para comer si la limosna llega, libertad para vivir en chiscones, libertad para hacerse ricos, robando al prójimo, libertad para imponer sus opiniones con la fuerza de las armas. Libertad para ver como las infraestructuras del país envejecen por falta de inversión, fruto de la bajada de impuestos a las clases poderosas,  en la creencia de que el mercado lo regulara todo, cuando el mercado lo que hace es clarearlo todo, en una selección natural económica que  siempre alcanza al más débil de defensas.

Pero todo esto, y algún día lo descubrirán, que yo no soy un Mesías, es vivir en la mentira, algo que como gente infantil e inocente odian a muerte.
Como decía mi abuela Olvido, la mentira tiene las patitas muy cortas, o como es el  caso,  le falta una y eso invariablemente como ha sucedido en innumerables ocasiones en la historia les hará caer, tres patas no sujetan un banco.

Algo realmente triste para gente tan amable y encantadora, con un potencial creativo impresionante, pero que en aras de un inexistente bien en común y diferencia del otro,  siempre dentro de la unidad nacional. Han sido engañados por los de siempre. El engaño, es una plaga y poco a poco nos llegará a nosotros. Y podemos vivir de muchas maneras, hasta como caracoles en lagos sulfurosos, pero que no nos digan que es agua potable, vivir en el engaño no es vivir compañeros.

Después de todo esto podría pensarse, como han surgido voces, entre algunos de vosotros, que el viaje no ha sido de mi agrado, muy al contrario, es un viaje que, si bien, no repetiría exactamente igual; el tiempo es corto y hay que aprovecharlo por otros lares, no cambiaría por ninguno de los que he realizado y realizaré, he sentido cosas, he conocido a gentes, he vivido situaciones, me he enfrentado a demonios,  que por irrepetibles nunca podré olvidar y que seguramente, si logro digerirlos,  marcarán la medida de mi propio ser.

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