Para que una historia sea real no es necesario vivirla. Basta con que te la cuenten con pasión y te prenda el narrador de la misma. Quien a su vez la ha vivido como real, aunque quizá las cosas no fueron como te las hace llegar, pero él así las recuerda y eso las hace reales. Hace unos años conocí a un viajero, si viajero, ya que no recorría caminos con el fin de llegar a ninguna parte, recorría por el mero placer de recorrer, ¿de conocer?. Este viajero me contó historias de viajes, de lugares, lejanos, algunos inaccesibles hasta para la credulidad de alguien tan crédulo como yo. Me habló de Atlántidas perdidas y por él halladas, me habló de lugares de dentro y fuera de nuestra bola arcillosa, de seres no humanos y quizás por ello más humanos. Antes de relatar todos estos, sus periplos, me hizo prometer que nunca referiría a nadie noticia de ellos, no fuera que alguno llevado por el ímpetu, el hastío o el ansia, que caracteriza al elemento homínido, quisiera visitarlos y así hollar con su presencia tan prístinos lugares. Yo prometí que silenciaría su ubicación exacta, no así las experiencias que allí él había vivido o creído vivir, que tanto da.
Que yo era un escribidor y como el escorpión sobre la rana que cruza el río, estoy abocado a cumplir con mi carácter.
Entre todas las historias y no viene a cuento la razón, una me impresiono sobre el resto. Me habló de un río que surcaba China de rincón a rincón, lo que ya más que cruzar, es tajar por extensión terrena tan inmensa. De un río que recorría paisajes inolvidables, de montañas con formas fantásticas, de seres reales e irreales. De orillas donde bueyes, de largos y separados cuernos, se dejaban pacientemente limpiar con grandes cepillos que les aliviaban de las picaduras de los tábanos inherentes a tan potente corriente fluvial. De cómo el sol rebotaba en sus cueros y sus cuernos parecían una ofrenda egipcia al sol. De cómo pájaros negros anillados por el cuello pescaban para devolver sus presas a su anillador, recordándonos nuestra condición. De las orillas tapizadas de árboles para el desconocidos, pero a la vez tan familiares a las alamedas de su infancia. Me habló de la necesidad que sintió de saltar del pequeño barco y adentrarse por esas ilusorias alamedas de su infancia. Buscando una nueva vida, buscando perder su identidad para siempre. Llegó a sentir como el agua rozaba la suela de su zapato, presto a amerizar sobre ella, pero también sintió la añoranza de seguir caminando, de seguir siendo un viajero, de ¿por qué no?, Volver a casa. En su mente se encontraron ambos sentimientos, la atracción de lo bellamente desconocido y de lo cotidiano y por ello deslucido. Quizá pasaron minutos, quizá pasaron horas, quizá pasaron días, pero aquel bosque solo fue pisado de refilón, con ese toque que solo es capaz de dar la imaginación. Y triste, y pesadamente, volvió a su origen, como el viajero incansable que había sido.
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